Aquella mañana gris, Gracie llegó tarde en su bicicleta roja, levantó la mano derecha e hizo un gesto de saludo al portero del edificio donde trabajaba. Un tipo de estatura mediana que siempre portaba una flor blanca en la chaqueta. Entró lentamente a su oficina, sus zapatos cafés, desgastados por el uso y el tiempo, fueron testigos prefectos de la dura batalla que tuvieron minutos antes con el mal estado de las calles. Se le dibujaba en el rostro una sonrisa hermosa y descomunal. Algo no andaba bien. En los tres años que llevaba al frente de la empresa de restauraciones La Reliquia, Gracie, de cabello negro y piel blanca, jamás había sonreído al personal.
Era muy reservada, almorzaba sola en su oficina y le gustaban las mariposas. Todo el mundo sabía que era berrinchuda y que manejaba un genio amargado como la hiel.
Por eso, aquel viernes de febrero que los rayos del sol no daban su mayor resplandor, ella pintaba su mejor rostro, algo así como concursante de Miss Universo. Y ese día se dio lo inesperado: mandó a llamar a Karla, una chica de cuerpo finito, y la felicitó ante todos por su trabajo. Entre los murmullos de la gente se comentaba que era el fin de los tiempos.
Nada de eso ocurría. Gracie había encontrado la felicidad y el amor. Llevaba cinco años sin saborear la piel de un hombre, y la noche anterior, como un barco sin rumbo, encontró a su Adán, que la volvió al paraíso y al pecado.
Aquel hombre, con manos suaves de pianista, tocó la imaginación y las teclas una a una, el cuerpo de aquella mujer cayó derretido como chocolate en el desierto. Gracie se sintió mujer nuevamente y cayó hipnotizada con los encantos que le susurraba Roberto, el amigo virtual de Facebook.
A Gracie nunca le faltó belleza, sus 1.70 metros de estatura y sus piernas largas, al mejor estilo de una bailarina de ballet, llenaban muy bien los jeans. En falda corta lucía como gerente de banco. Usaba lentes con aros rojos, que hacían juego con sus labios coral y que le daban aires de intelectual. De hecho, lo era. Había estudiado pintura en Francia y escultura en Italia.
Fue en París donde probó las mieles del amor y los perfumes del sexo. Tenía apenas 18 años cuando Mario, su padre, un hacendado sonsonateco, la envío a Francia. Allí conoció a Didier, su maestro de pintura, con quien vivió un efímero y tortuoso romance.
Didier la hizo su musa, la presentó a la alta sociedad como su prometida y luego, un día, desapareció sin avisar. Didier ira un veterano maestro de pintura y un apasionado de Salvador Dalí, Vincent van Gogh y Pablo Picasso, quienes fueron sus referentes. Se valía mucho de su profesión para conquistar a mujeres. Fue hasta meses después que Gracie se enteró de que Didier era casado y tenía hijos de su edad.
Al año siguiente Gracie se inscribió en un taller de escultura en Italia y ahí conoció a Francesco. Se hicieron novios y viajaron en tren por varios países del Mediterráneo. El último viaje juntos terminó en la ciudad de Marbella.
Francesco era un despreocupado italiano cuarentón. Ya se había comprometido antes con otras mujeres y había fallado en sus matrimonios. A Gracie le entregó un anillo de diamantes muy fino y ya habían puesto fecha de boda, pero le confesaría luego, a su regreso a Italia, que esa era la despedida, que no estaba listo para formar una familia y que deseaba ordenarse como sacerdote.
De fracaso en fracaso, Gracie se enamoró de un periodista salvadoreño radicado en Italia, y su amor floreció durante algunos meses.
El comunicador cumplía con los deberes del canal y con los quehaceres nocturnos en la casa. Sin embargo, todo se vino abajo cuando Gracie se enteró de que Ernesto, un tipo de estatura baja, piel blanca, barba espesa, roja, y un lector insaciable, tenía amoríos con una reportera de un periódico local.
Cansada de viajar por el mundo en busca del amor, Gracie se resignó a estar sola. Una noche fría, sin estrellas, decidió abrir su Facebook. Vio que tenía una solicitud de amistad. No tenían ningún amigo en común, pero al ver a Roberto en una foto de perfil con una boina estilo Che Guevara, decidió abrirle la puerta de su mundo virtual.
Beto era un hombre de unos 40 años que, debido a su timidez, nunca se había relacionado con una mujer. Era el Facebook su único medio de socializar. Había estudiado Letras y publicaba en su perfil poemas eróticos.
Una tarde hizo una poética composición para Gracie, y así fueron intercambiando intimidades hasta llegar a una vieja cama…
Cada noche, Beto viaja por el mundo virtual hasta el aposento de Gracie: la desnuda y recorre cada espacio de su cuerpo hasta saciar los deseos de ambos. Hoy Gracie es feliz, no hay riesgos de embarazos ni enfermedades. Es una fiel y honrada mujer, y aunque está a más de 1,000 kilómetros de Beto, puede dormir toda la noche y despertar en los brazos de su amado. Bendito Facebook.