El maestro Leonardo da Vinci solía decir: «La simplicidad es la máxima sofisticación». Esta es una verdad poco conocida en las sociedades modernas, incluso en nuestro país. La realidad demuestra que el ser humano busca tener más, mostrar más y ser más. Dejando como secundario la belleza de la vida misma, lo que es o lo que no es. Complicamos algo tan trascendente y hermoso como la sencillez de la vida.
Sin embargo, cuando una sociedad globalizada enmarca como peligroso a lo distinto, se vuelve difícil querer ser parte de lo atípico. Respecto a lo planteado, recuerdo al filósofo y lingüista Friedrich Nietzsche. Él solía decir: «El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Si lo intentas, a menudo estarás solo, y a veces asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo». La dificultad de seguir este consejo es el temor —inexistente en la realidad— de no ser aceptado por los demás.
Ciertamente, ningún precio debería ser suficiente para luchar por la autonomía y la autenticidad. Cada ser humano debería descomplejizar su existencia, vivir de forma única y sencilla, tal como fue creado o evolucionado, según la creencia. Pero la persona posmoderna se esfuerza por ser igual, verse igual, vestirse igual, hablar igual, tener lo mismo que todos. Ese culto a la homogenización que se ha creado hasta en los sistemas educativos solo es muestra de lo poco maduros espiritualmente que estamos los seres humanos.
Por ende, la complejidad de vida que hemos creado no es más que el miedo a mostrar la sencillez de lo que el alma humana es. Ese culto de poseer más y más ha terminado en que las cosas posean al que cree poseerlas. La vida se ha complejizado no porque ella lo sea, sino porque la persona posmoderna rinde homenaje a lo material y, ante todo, al parecer más que al ser. No se puede ni se debe vivir de esa manera, pues es lo que ha llevado a desvalorizar la sencillez de vida, una simple sonrisa, una bella mirada, la contemplación del cielo. Todo eso ha pasado a convertirse en pérdida de tiempo para el ciudadano actual.
Es preciso, pues, dejar clara la postura hoy presentada: no se debe seguir por el rumbo que se transita en el mundo. Y en El Salvador, complejizar todo lo existente, en honor a la supuesta madurez que implica razonarlo todo, va en detrimento de la contemplación, que ha sido, desde la existencia humana, su más exquisita carta de presentación y escuela de vida. No es natural amar la enfermedad, se debe aceptar y luchar contra ella, pero sin violencia; pero amarla ya es una patología psiquiátrica.
De tal manera, cualquier sociedad que se prive del privilegio de descomplejizar la vida está cavando su propia tumba existencial. Las circunstancias pueden ser adversas, pero no complejas, cuando se aceptan y se resuelven como parte de la vida. Es tiempo, pues, de que la sociedad comprenda que la sencillez debe ser el gran componente liberador del ser humano. Enseñar la sencillez como principio transversal liberador debería ser un principio educativo, laboral, político y espiritual.
Tal como fue planteado por el maestro Sócrates, repitiendo a menudo una poesía clásica antigua: «Las alhajas de plata y la púrpura útiles son en las tragedias, pero de nada sirven en la vida». Para ser feliz, para tener paz mental, para alcanzar los propósitos de vida, mientras menos peso se tiene, más fácil es elevarse por encima del suelo. Lo adecuado sería, entonces, vencer la falacia del más (complejizar la vida), dándole paso a la sencillez como concepción y fin último de la vida.