«Los chicos no tienen nada que hacer en la cocina, así que yo acomodo mis libros», explica Nafeesa, de 20 años, que frecuenta una escuela clandestina en su aldea rural en el este de Afganistán. «Si mi hermano lo supiera, me pegaría», asegura.
Cientos de miles de niñas, adolescentes y jóvenes afganas como ella se han visto privadas de escolaridad desde el regreso al poder de los talibanes hace un año.
Los fundamentalistas islamistas impusieron severas restricciones a las mujeres de cualquier edad para someterlas a su concepción integrista del islam.
Se han visto excluidas de la mayoría de empleos públicos y no pueden hacer largos trayectos sin la compañía de un familiar hombre.
También deben cubrirse enteramente en público, incluido el rostro, idealmente con el burka, un velo integral con una rejilla a nivel de los ojos, usado ampliamente en las regiones más aisladas y conservadoras del país.
Incluso antes del regreso de los talibanes al poder, la inmensa mayoría de las afganas ya usaba velo, aunque fuera con un pañuelo suelto.
Para los talibanes, como norma general, las mujeres no deben dejar su domicilio salvo absoluta necesidad. Pero la privación más brutal fue el cierre en marzo de los colegios de secundaria para mujeres en numerosas regiones, justo después de su reapertura anunciada desde hacía tiempo.
A pesar de los riesgos y por la sed de aprender de las niñas, los colegios clandestinos han proliferado por el país, a menudo en las habitaciones de los hogares.
Periodistas de AFP acudieron a tres de estas para conocer a sus alumnas y profesoras, cuyos nombres fueron modificados para preservar su seguridad.
DESEO DE TENER LIBERTAD
Nafeesa tiene 20 años, pero todavía estudia las asignaturas del colegio de secundaria dado los retrasos de un sistema educativo golpeado por décadas de guerras en el país.
Solo su madre y su hermana mayor saben que sigue sus clases, pero no su hermano, que durante años luchó con los talibanes en las montañas contra el antiguo Gobierno y las fuerzas extranjeras y no volvió a casa hasta la victoria de los islamistas el pasado agosto.
Por la mañana le permite acudir a una madrasa para estudiar el corán, pero por la tarde, sin que él lo sepa, se cuela en una clase clandestina organizada por la Asociación Revolucionaria de Mujeres de Afganistán (RAWA, por sus siglas en inglés).
«Hemos aceptado este riesgo; si no, nos quedaríamos sin educación», explica Nafeesa.
«Quiero ser médica […]. Queremos hacer algo para nosotros mismas, queremos tener libertad, ser útiles a la sociedad y construir nuestro futuro», dice la joven.
Cuando AFP acudió a su clase, Nafeesa y las otras nueve alumnas discutían de la libertad de expresión con su profesora, sentadas lado a lado sobre una alfombra y leyendo por turnos un libro en voz alta.
Para llegar al curso, suelen salir de casa horas antes y tomar itinerarios distintos para no llamar la atención en una región dominada por los pastunes, un pueblo de tradición patriarcal y conservadora que es mayoritario en el movimiento talibán.
Si un combatiente talibán les pregunta dónde van, ellas responden que están inscritas en un taller de costura y esconden sus libros escolares en las bolsas de la compra o bajo la vestimenta.
Corren riesgos, pero a veces también se sacrifican, como la hermana de Nafeesa, que abandonó la escuela para despejar las sospechas que pudiera tener su hermano. Según los eruditos religiosos, nada en el islam justifica prohibir la educación secundaria a las mujeres. Un año después de su llegada al poder, los talibanes insisten en que permitirán la reanudación de las clases, pero sin ofrecer un calendario.
La cuestión divide al movimiento. Según varias fuentes interrogadas por AFP, una facción radical que aconseja al jefe supremo Hibatullah Akhundzada se opone a la escolarización femenina o pretende que se limite a estudios religiosos y clases prácticas de cocina o costura.