Se dice que las comadrejas son capaces de acechar sigilosamente un nido y, sin que el ovíparo propietario de este se percate, abrir con su fino colmillo un orificio para vaciarlo bebiendo su contenido, dejando el cascarón en su lugar de manera que el incauto ovíparo continúa, sin temor a perder su progenie, produciendo el suministro de alimento de la comadreja mientras empolla cascarones.
Con base en esta idea, Friedrich Hayek acuñó el término «palabras comadreja» para referirse a las palabras y los conceptos que han sido vaciados de su significado real con el propósito de usarlos con fines por lo general ideológicos, rellenando el «cascarón» con perversiones del elemento que, junto con su significante, conforman y constituyen su representación mental.
La importancia de reconocer estos cambios semánticos es fundamental para cuestionar nuestros conceptos, nuestro fanatismo y nuestras ideas e ideologías. Esto adquiere trascendencia cuando hablamos de palabras que por la frecuencia de su uso creemos que entendemos, cuando en realidad son cascarones vaciados de su significado original.
Existen desde luego muchos ejemplos, algunos medianamente inofensivos, como el dejar de lado el significado de la palabra «reconocimiento», entendida como el legítimo prestigio derivado de acciones significativas, a favor de entenderla con simplemente ser identificado.
Para esto último, basta que un algoritmo nos coloque masivamente en la pantalla de millones de dispositivos a escala global haciendo un bailecito tonto; un sucedáneo al fruto del esfuerzo que a algunos les funciona.
Pero lo realmente grave es cuando estos cascarones son conceptos fundamentales de nuestras estructuras de convivencia social e inciden en el bienestar colectivo.
Por ejemplo, llamar capitalismo no a un sistema de libre mercado, sino a un sistema de mercantilismo oligárquico, y neoliberalismo a algo que no es compatible con el liberalismo clásico.
La palabra «social» es empleada para referirse al uso público de los bienes del Estado y no para hablar de las relaciones voluntarias y pacíficas de cooperación que ocurren en el orden complejo que conocemos como sociedad. Confundir que un bien público significa que no es de nadie, cuando quiere decir precisamente lo contrario, que dicho bien es de todos.
Lo dramático es cuando se confunde, por ejemplo, justicia con venganza, o como cuando creemos defender un concepto que suponemos que nos define colectivamente y que tal concepto está dotado de una categoría moral implícita.
Democracia —como la entienden muchos al nombrar la estructura de gobierno republicana representativa— no es el poder del pueblo. De hecho, en la práctica es la explícita delegación del ejercicio del poder en los representantes, quienes a su vez elegirán en nombre de sus electores a otros funcionarios de segundo grado. Esto implica entregar la confianza total en el criterio y los intereses del representante para que asuma la delegación absoluta del ejercicio del poder; es decir que lo que creemos que significa poder del pueblo es, en la práctica, el poder de oligarquías partidarias. Esto sin profundizar en los métodos de reparto en las elecciones legislativas, los cuales por diseño vuelven más difuso el reflejo de la voluntad de la mayoría de los que acuden a las urnas y se pierde en un juego de cocientes y residuos. Esto no es ni bueno ni malo por sí solo, simplemente es.
En todo caso debemos comprender que bajo este sistema que llamamos democracia, se asume que cualquiera es digno de algún cargo siempre y cuando se puedan reunir electores en número suficiente para elegirlo. De manera que entendemos como comportamiento democrático el seguir la voluntad de quien sea más numeroso en las urnas, lo cual debería hacer obvio que no hablamos de «demos» y «kratos», poder del pueblo, sino de la entrega voluntaria de este poder a una élite de cuyas capacidades, competencias técnicas y estatura moral deberíamos, por lo menos, dudar.
Tal confusión de significado convertida en una convicción tan arraigada hace que por traslación lleguemos incluso a reducir lo que consideramos una verdad al consenso público.
En fin, sucede que, como el ovíparo de la historia de la comadreja, algunos sectores de nuestra sociedad no son capaces de reconocer cuándo están empollando cascarones: valores, modelos y estructuras que ya no representan los intereses genuinos de nadie o, en cualquier caso, de muy pocos; y menos aún de reconocer y aceptar que ha estado muy confundida respecto a conceptos que están profundamente arraigados en su estructura de pensamiento.
Esta incapacidad de reconocerlo tiene su origen —¿cómo no?— en un sistema educativo deficiente que, salvo honrosas excepciones (porque las hay), se ocupa de dar rudimentos de conocimientos al niño y de «informar» al joven, no de proveer de herramientas que le permitan al estudiante reconstruir el conocimiento; construir conclusiones propias que sean semillas; realizar acciones concretas consecuentes con su formación adquirida. Por el contrario, se refuerza la fórmula del dato hecho, de la verdad confeccionada, de la sentencia pétrea, del estereotipo, del arquetipo y del dogma que impiden el cuestionamiento y el enriquecimiento de los conocimientos recibidos; fórmula ya probada para el estancamiento cultural, económico, político y social.
Persistir, pues, en ello es una expresión evidente de estulticia, la cual debemos entender no solo como estupidez —que eso significa—, sino como una manera de construir pensamientos y sacar conclusiones basados en lo obvio, lo que no presenta dificultad. Es decir, la estulticia como actitud deliberada de pereza mental, como renuncia voluntaria a profundizar y permanecer con la masa en la superficie, es decir, sintiéndose cómodos con empollar cascarones, defendiendo a muerte las apariencias de los respectivos dogmas mientras seguimos depositando huevos para alimentar… ¿a qué comadrejas?