El liderazgo político es, en el papel, uno de los hechos sociológicos más estudiados desde el triunfo de la revolución cubana, suceso que convirtió a personajes como el Che Guevara en un ícono mundial (su rostro fue el más dibujado en los muros de las universidades públicas latinoamericanas) y en una medalla al mérito progresista que, sin pudor, se colgaban hasta los sociólogos inorgánicos en los años setenta y ochenta.
Es el más usado, como idea seductora, en los congresos latinoamericanos de sociología, y es, además, el más oscuro e incómodo de definir y debatir con propios y extraños. Es oscuro porque los datos y la información no son amables entre sí en el juego de lo subjetivo-objetivo, juego que se resuelve en la densa cotidianidad del intelectual y del ciudadano, y por ello la verdad es científica o es pragmática, y es, además, una relatividad sociológica tan enigmática como los agujeros negros, porque nada puede escapar de la poderosa fuerza gravitatoria del líder positivo, la cual radica en el imaginario.
Es incómodo porque está atado, inexorablemente, a un rostro, a un nombre, a una visión, a una narrativa, a una figura, y eso obliga al sociólogo a tomar una posición político-ideológica y teórico-práctica (la definición en marcha), no importa si esa posición se toma de forma deliberada o no, el punto es que no hay forma de ser neutral (no importa si la opción teórica es crítica o reaccionaria), porque eso limitaría la profundidad y fascinación del hecho que mejor mezcla —en el ideario social y en el recuento de la historia común entre victimarios y víctimas— lo individual con lo colectivo.
De ahí que el único punto de convergencia de definiciones distintas, más allá de los enfoques, es que el liderazgo es una construcción sociocultural (es un símbolo de la motivación o de la decepción) y, por esa razón, el poder de su espectro permea todas las relaciones sociales, tanto amistosas como antagónicas.
Mientras unos autores (Maquiavelo, Nietzsche, Weber, entre otros) usan un enfoque reduccionista del liderazgo al centrarlo en la persona, con base en sus características personales que ven como características estáticas o fragmentadas (lo subjetivan bajo la forma omnipotente del carisma), la sociología crítica acude al contexto histórico (lo objetivo, las condiciones heredadas, lo social en modo persona, la hermenéutica del sí mismo) para estudiarlo y comprenderlo como un hecho individual-social que se mueve entre las presencias y las ausencias de la historia, dada y dándose, historia en la que puede aparecer como héroe o villano, como víctima o victimario, o como tragedia, comedia o drama de la reinvención, porque la identidad está en una constante transformación producto de la experiencia, los recuerdos, los actos y la relación con los otros.
En todo caso, las opciones de análisis —por separado— pueden reducirse a dos: subjetivista (lo micro y personal, la mismidad) y objetivista (lo macro y colectivo, la estructura y el contexto que provoca cambios sustanciales en el líder, visto como un quién es él para los otros), enfoque que considera que tanto la política como la sociedad en la que se ejerce son sujetos sociales.
No obstante, la comprensión del liderazgo político —en una modernidad y posmodernidad que se niegan a sí mismas, por inocuas— demanda combinar lo subjetivo (el líder recordado por su talante personal y reinvención constante; la figura que, en el caso de Nayib, es más grande que el partido que lo cobija y que trasciende las fronteras patrias), con lo objetivo (el líder que reescribe la historia para reinventar el país a imagen y semejanza de los ciudadanos), aunque poniendo como factor esencial lo segundo, pues lo individual es, al final, un resultado directo de lo social, desde lo social de la coyuntura, colocando en la mesa de debate al liderazgo histórico en tanto singularidad sociológica, en el sentido que ese tipo de líder le presta su nombre y rostro a la coyuntura para trastocar la estructura, pues implica un vínculo solícito entre líder, seguidores, contexto, texto, narrativas, motivación social, opositores y, como bitácora, un plan de transformación social radical desde lo gradual.
En los últimos seis años El Salvador se convirtió en la página idónea para escribir una nueva narrativa del liderazgo político, debido a que Nayib conquistó de forma inconsulta el lugar más privilegiado de las encuestas de opinión a nivel planetario: el promedio de aprobación en las encuestas Gallup y CID Gallup de los últimos seis años es del 90 %, o sea que nueve de cada 10 salvadoreños aprueban su gestión y liderazgo. Ese hecho inédito en el país y en el mundo (por el nivel de aceptación obtenido luego de haber heredado uno de los países más peligrosos del mundo y con una institucionalidad fundada sobre la corrupción e impunidad) le permite a la sociología construir una narrativa del liderazgo que integre la cotidianidad del líder con el contexto histórico del país (las condiciones heredadas y las condiciones a heredar).
Y es que Nayib Bukele (el líder que es producto de la acumulación de fuerzas en silencio de una población sumida en la decepción, la desilusión y el desencanto forjados en 30 años de un bipartidismo carente de democracia real) fue quien le dio sentido a la noción de «un país mejor en el que lo público sea mejor que lo privado», para beneficio de la inmensa mayoría de los salvadoreños, esos millones de sombras sin cuerpo que, desnacionalizados, fueron convertidos en víctimas de la delincuencia, la corrupción, la impunidad y la desigualdad social, siendo la última la causa fundamental de todo lo anterior.