La política tradicional está quedando en el olvido. Las marcas que ondearon sus banderas por décadas no solo se desgastaron, sino que son hilachas. Su discurso de pueblo fue solo eso: discurso en papel. Es admirable la resistencia del pueblo salvadoreño a tantos años de abandono y de desprecio por parte de los institutos políticos que asaltaron el poder después de la guerra civil.
Tricolores, rojos, verdes y azules se empecinaron en ponerles fin a sus dinastías. Y lo hicieron de la forma más fácil, que fue dándole la espalda a los salvadoreños que les confiaron los destinos de sus familias y el de sus propias vidas. Pero el pueblo se hartó.
Todavía creyeron en aquella cantaleta del «cambio», incluso los jóvenes que mostraban su rebeldía a los desastrosos gobiernos de ARENA, que sangraron en todo aspecto al pueblo. Pasaron cinco años, y sí hubo cambio, pero cambio para los cabecillas que dirigieron los combates contra el ejército de la derecha.
Sí, el cambio llegó, pero para aquellos que se escondían en tatús mientras sus guerrilleros daban la vida por causas perdidas y que nunca fueron escuchados ni atendidos por sus comandantes una vez sentados en el poder, quienes ahora pretenden seguir utilizándolos para sus propios intereses, mientras ellos fuman su habano, toman whisky, disfrutan de un «spa», de las fortunas acumuladas a costa del dinero de los salvadoreños, o que nadan en piscinas construidas en sus propiedades, seguramente acompañados de sus hermanos areneros.
El pueblo les dio cinco años más, porque creyó que un «hueso duro» sí cumpliría lo que el foráneo nunca hizo, pero la cosa siguió igual. Un gobierno literalmente durmiendo en la silla. Eso sí, el grupo más activo, cercano al durmiente, hizo de las suyas con negocios millonarios como el gavilán. En 10 años, nunca hubo persecución a la evasión fiscal para rescatar los millones de dólares que algunos malos empresarios se estaban embolsando, dinero que pudo ser destinado a las escuelas, la compra de computadoras, a la salud, la construcción y mejora de hospitales, la seguridad de cada salvadoreño, la vivienda digna.
En lugar de indignarse por los robos descarados de los republicanos nacionalistas, aprendieron a jugar en el mismo tablero, a servirse a manos llenas y a seguir permitiendo el mismo sistema impuesto por la derecha.
Creyeron ingenuamente que el pueblo no se daba cuenta. Apostaron por el bipartidismo falso, nefasto y corrupto, impidieron nuevas opciones, al grado que lucharon con todo lo que tenían secuestrado —léase instituciones— y compraron voluntades para evitar que un líder proveniente de esferas que no eran las de ellos les arrebatase el poder.
Lo hicieron hasta el último segundo. El parteaguas llegó en 2019. Los salvadoreños derrotaron la tradición y asestaron un golpe de muerte a los traidores de sus sueños, esperanzas y anhelos. Desde entonces, la caída libre y estrepitosa marca la ruta de ARENA, del FMLN y aliados. Los espacios quedaron vacíos.
Y a pesar de que aún luchan como gatos panza arriba para sobrevivir y reponerse, la suerte está echada. Sus barcos no partieron. Hechos pedazos por el mismo pueblo, se hunden. Ahora el ambiente político es otro.
Vemos la aparición de nuevas alternativas. Algunas apuestan por las mismas ideologías fracasadas, otras entienden que el pueblo ya no vota por extremas, sino por aquellas que realmente están de su lado.
Estas nuevas alternativas tienen un parámetro de medición altísimo y difícil de superar: el Gobierno del pueblo, el de Nayib Bukele. Estoy seguro de que los salvadoreños no quieren perder lo que han ganado con su presidente, mucho menos regresar al pasado. Las nuevas alternativas políticas tienen un duro camino para llenar los espacios vacíos.