Un símbolo es un «elemento u objeto material que, por convención o asociación, se considera representativo de una entidad, de una idea, de una cierta condición, etcétera».
Nuestra Ley de Símbolos Patrios establece oficialmente tres: escudo, bandera e himno. Allí también se reconoce la oración a la bandera, de David J. Guzmán, como una exaltación a la patria»; asimismo, en diversos momentos fueron declarados como representativos nacionales el torogoz, el maquilishuat, el bálsamo y el izote.
Sin embargo, existen otros símbolos más allá de los oficiales que también representan la
salvadoreñidad. La manera de detectarlos es bastante sencilla: si su evocación o exposición
es asociada claramente con el colectivo y es reconocida como elemento identitario, tanto en
la percepción interna de sus miembros como externa desde otros grupos, entonces estamos
en presencia de un símbolo patrio fáctico, informal o extraoficial, pero plenamente funcional. El ejemplo más claro lo tenemos en la gastronomía: las pupusas.
Estos símbolos aglutinadores también pueden ser personas que, por sus notables obras y
acciones meritorias, llegaron a convertirse en personajes que identifican y representan a la ciudadanía «urbi et orbi». Tal estatus se alcanza solamente cuando ya se han superado las controversias y discusiones coyunturales, es decir, cuando ese gran juez que es el tiempo ha dado su sentencia. Tal es el caso de nuestro profeta y mártir san Óscar Arnulfo Romero, el salvadoreño más universal, cuya palabra y legado son innegables referentes morales.
La cultura y el deporte también son campos fértiles para el surgimiento de personajes que
puedan ocupar tan privilegiados pedestales, si bien muchas veces la devoción de las multitudes tiende a la indulgencia con sus yerros, perfectamente humanos. En el ámbito artístico, Alfredo Espino, Salarrué y Claudia Lars son una tríada sólida de autores clásicos salvadoreños que bien podrían representarnos, por cuanto supieron entender y plasmar con singular estilo y depurada técnica la esencia de nuestra tierra y nuestra gente; pese a ello, lo cierto es que no son tan conocidos por las mayorías populares y su trascendencia tampoco llega a ser un claro referente ante la mirada del extranjero.
En cambio, en la cancha futbolera sí tenemos
a uno que fue, es y será admirado por generaciones, reconocido por propios y extraños, nuestro genio y figura: el Mágico González.
La política es, seguramente, el campo menos prolífico para aportar nombres que lleguen a convertirse en símbolos merecedores de respeto y admiración, pese a los intentos
de sus partidarios por hacerles monumentos (muchos de los cuales con el paso de los años acaban siendo ignorados, despreciados
y hasta demolidos).
Tristemente, en casi dos siglos de vida republicana, lo que hemos tenido —y en abundancia— no son políticos ilustres, sino todo lo contrario, a tal grado que elaborar una lista del oprobio es tan fácil como nombrar, en orden cronológico inverso a los expresidentes de la república: prófugos, refugiados, procesados, encarcelados, señalados y repudiados por el pueblo.
En este ámbito cabe comentar lo siguiente: en atención su indiscutible popularidad e impacto mediático dentro y fuera del país muchos mencionan la posibilidad que el presidente Bukele sea recordado de manera distinta a la de sus predecesores; sin embargo, ese veredicto solamente lo dará el tiempo, pasadas un par de décadas después de finalizar su gestión.
En suma, los símbolos que fortalecen la
nacionalidad son importantes no solo por lo
que unifican e identifican, sino por los sentimientos de pertenencia y compromiso que pueden inspirar en cada una de las personas, dándole sentido y trascendencia al trabajo diario, teniendo la certeza que ese esfuerzo vale la pena y nos hace partícipes de la tarea colectiva para dejar un mejor legado del que recibimos.