Estos supervivientes tenían 15 años, 4 años, siete meses. Algunos incluso nacieron en los campos de concentración y exterminio: Auschwitz-Birkenau, Bergen-Belsen, Buchenwald, Ravensbrück….
En estos últimos meses, estos supervivientes, residentes en Israel y Estados Unidos pero también en México, Argentina, Chile, Sudáfrica, Canadá, Francia, Alemania, Polonia, Hungría y Rumanía, posaron ante los fotógrafos y camarógrafos de AFP. En su casa o en un estudio fotográfico, solos ante el objetivo, o rodeados de sus hijos, nietos y bisnietos. En algunos casos, ante las fotos de sus descendientes, su mayor triunfo.
Deportada entre la edad de 4 años y medio y los seis en los campos de Vught y Westerbork (Países Bajos) y luego en el de Bergen-Belsen (Alemania), la francesa Evelyn Askolovitch insiste en el imperativo de hablar, porque, tal como recuerda, forma «parte de la ultimísima generación» de supervivientes.
«Cómo pudo el mundo permitir un Auschwitz? Porque ese [crimen] fue con premeditación», se pregunta desde Santiago de Chile Marta Neuwirth, que tiene ahora 95 años, nació en Hungría y fue deportada a los 15 al mayor campo de exterminio nazi, en la ocupada Polonia.
Alrededor de 1,1 millones de personas, entre ellas un millón de judíos y también gitanos y resistentes polacos, fueron asesinados en Auschwitz entre 1940 y la liberación del campo por el ejército soviético el 27 de enero de 1945.
La mayoría de los que llegaban murieron gaseados al poco de su arribo al campo de exterminio.
En total, seis millones de judíos fueron exterminados en Europa por la maquinaria de muerte del III Reich.
«¿Porqué?», se pregunta a sus 97 años, desde Canadá, Gyorgyi Nemes, natural de Budapest y deportada sucesivamente a Ravensbrück, Flossenbürg (Alemania) y Mauthausen (Austria).
«A día de hoy, sigo sin saber por qué nos odiaban tanto».
Testimoniar para darle sentido a la vida
Para muchos, el hecho de dar testimonio ha dado un sentido a sus vidas, después de haber perdido a sus padres en las cámaras de gas, de ver a su hermano o a su hermana morir de inanición, de agotamiento, de alguna enfermedad. Muchos supieron apenas al terminar la guerra que su familia había desaparecido.
Julia Wallach, casi centenaria, tiene por momentos dificultades a la hora de hablar. Entonces se interrumpe, o llora.
«Es demasiado duro de contar», suspira esta mujer parisina que sobrevivió a dos años de infierno en Birkenau. Un nazi la hizo bajar in extremis de un camión que se dirigía a una cámara de gas.
Pero por muy duro que sea, quiere seguir dando testimonio de lo vivido.
«Mientras pueda hacerlo, lo haré», insiste. A su lado, su nieta Frankie se pregunta: «cuando ella ya no esté, y hablemos de esto, ¿quién nos creerá?».
Precisamente para evitar eso, Naftali Furst, un israelí de 92 años nacido en Bratislava, y que estuvo deportado en cuatro campos, entre ellos Auschwitz-Birkenau, viaja desde hace años a Alemania, a Austria, a República Checa y a otros países. Allí efectúa visitas y da charlas, «para que las jóvenes generaciones no olviden nunca lo sucedido».
La misma tenacidad que muestra Esther Senot, una francesa nacida en Polonia que el pasado diciembre, con 97 años, no tuvo apuro en afrontar el rudo invierno polaco para acompañar a unos estudiantes de secundaria a Birkenau.
Situado a tres kilómetros del campo principal de Auschwitz, este extenso lugar alberga todavía la rampa de «selección», adonde llegaban los trenes, así como los hornos crematorios y los barracones, rodeados de alambres de espino y de postes de cemento.
Senot mantiene la promesa que le hizo en 1944 a su hermana Fanny cuando estaba a punto de morir. Antes de expirar alcanzó a decirle: «he llegado al final, no merece la pena, no iré más allá. Si logras volver (…), me prometes que contarás todo lo que nos ha ocurrido. Para que no seamos los olvidados de la Historia».
«Para que no hayamos muerto para nada», reflexina a modo de eco, en Montreal, Eva Shainblum, de 97 años, nacida en lo que ahora es Rumanía y que a los 16 fue deportada al campo en el que fue asesinada casi toda su familia.
Durante años, los supervivientes de la Shoah no tuvieron fácil hablar. La gente no quería escuchar lo que había sucedido en los campos de concentración y de exterminio.
De hecho hubo que esperar al 7 de diciebre de 1970 para que el canciller alemán Willy Brandt, en un acto de contrición que dio la vuelta al mundo, se pusiera de rodillas ante el monumento erigido en memoria de las víctimas del alzamiento del gueto judío de Varsovia, implorando el perdón para su pueblo.