Siglo veinte, cambalache, problemático y febril. El que no llora no mama; y el que no afana es un gil», declaraba un tango argentino compuesto por Enrique Santos Discépolo. Versos cuya atemporalidad los hacen una atingente referencia para pensar lo sucedido el miércoles pasado en Washington D.C., cuando una multitud de manifestantes ingresaron por la fuerza a la sede que alberga las dos cámaras del Poder Legislativo estadounidense.
Lo ocurrido en el Capitolio es el síntoma de una alteración profunda a la democracia de Estados Unidos y, a diferencia de lo que muchos plantean, lo observado no forma parte del inventario de berrinches de un narcisista mal perdedor que da palos de ciego en su afán de conservación. El asalto al Capitolio es una demostración de la fuerza y del capital político del que dispone Donald Trump.
El estandarte del «Make America Great Again», acostumbrado a transitar por los bordes e incluso transgredirlos, se niega a perder y, como buen hombre de negocios, decidió apostar, con los ojos puestos en 2024, el todo por el todo. La inédita «hazaña» es deliberada y busca demostrar a detractores y aliados cuán presente estará en el entramado político durante la gestión Biden-Harris, tiempo que usará para levantar apoyos e instalar aún más su discurso.
Ahora bien, en atención a lo que nos convoca en este espacio, me gustaría proponerles una mirada de lo sucedido a partir de tres piezas discursivas que nos pueden ayudar a comprender cómo el poder reside en la potencia de la palabra y lo que se denomina el efecto perlocutivo, esto es, el efecto, en términos de acción, que produce un mensaje en sus receptores.
La convocatoria: en tan solo treinta segundos, el anuncio propagandístico titulado «Marcha por Trump» entregó las coordenadas para que los adherentes del trumpismo se congregaran en el mismo día en el que se certificaría que Joe Biden ganó las elecciones. «Esto podría ser el más grande evento en la historia de Washington D.C. Sé parte de la historia. Únete a la marcha. 6 de enero. Elipse de la Casa Blanca. Llega antes de las nueve de la mañana», señalaba el mensaje difundido ampliamente y retuiteado por el mismo Trump.
La arenga: ya en dicho evento, Trump señaló: «Vamos a caminar por la Avenida Pensilvania […] y vamos a ir al Capitolio y vamos a tratar de ir y darles [a los republicanos “débiles”] el tipo de orgullo y audacia que necesitan para recuperar nuestro país». Entre los asistentes se encontraban agrupaciones como los Proud Boys, un grupo violento de ultraderecha al que Trump llamó a estar «preparado» durante un debate presidencial con su contendor.
El reproche: a la vez que se sucedían los incidentes, Joe Biden declaraba «las palabras de un presidente importan, sin importar cuán bueno o malo sea el presidente. En el mejor de los casos, las palabras expresadas pueden inspirar. En el peor de los casos, pueden incitar».
Estos tres fragmentos conforman el corolario que permite afirmar que lo humano discurre entre discurso y acción de modo indisoluble. Cruzados por el lenguaje, solo el tiempo dirá si «es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata o el que cura o está fuera de la ley».