La acción espontánea de salir a la calle a protestar tiene orígenes tan antiguos como las ciudades, pero no fue sino hasta el siglo XVIII, con el desarrollo del pensamiento ilustrado y el inicio de la Revolución Industrial, cuando este recurso pasó a ser un mecanismo organizado para expresar el apoyo o rechazo de la población hacia políticas y personajes públicos, así como para visibilizar y exigir reivindicaciones sociales.
En el transcurso del siglo XIX, las manifestaciones de calle se establecieron como el medio de lucha política por antonomasia para exigir derechos, quedando tal espíritu plasmado en el cuadro «La libertad guiando al pueblo», de Eugène Delacroix en 1830, el cual expresa un mensaje de lucha y unidad entre los distintos sectores sociales. Aquí en El Salvador también hay un cuadro emblemático: el del pintor chileno Luis Vergara Ahumada, que representa de manera idealizada el Primer Grito de Independencia (5 de noviembre de 1811), con la figura de José Matías Delgado y los demás próceres arengando a la multitud. En el imaginario popular esta imagen acabó relacionándose con el texto del Acta de Independencia de Centroamérica (15 de septiembre de 1821), en donde se afirma la necesidad de concederla «para prevenir las consecuencias que serían terribles, en el caso de que la proclamase, de hecho, el mismo pueblo», como si una enorme manifestación popular hubiese forzado a hacerla.
En diferentes épocas de nuestra historia hubo notables manifestaciones que se hicieron con el propósito de exigir derechos, pero el apogeo de las grandes marchas reivindicativas salvadoreñas puede situarse en un período específico: del 30 de julio de 1975 al 22 de enero de 1980, fecha esta última en que se registra la demostración más multitudinaria, con un estimado de 250,000 personas. Luego, durante la guerra civil, las manifestaciones de calle cedieron protagonismo a la lucha armada; después, ya finalizado el conflicto y durante la primera década de la posguerra, la izquierda volvió a tener alguna presencia en las calles, siendo 2002 el año en que logró volver a convocar a decenas de miles de personas que enarbolaron la bandera contra la privatización del sistema de salud que pretendía el entonces presidente Francisco Flores.
¿Qué pasó después? Se puede plantear y argumentar la tesis de que las grandes marchas reivindicativas de la izquierda paulatinamente dejaron de tener relevancia, proceso que se completó precisamente durante los gobiernos del FMLN. Esto fue así porque llegaron al poder supuestamente como la vanguardia popular, abanderando las justas exigencias de muchos sectores sociales que confiaron en ellos; pero, luego, durante dos quinquenios fue quedando claro no solo el alejamiento, sino la traición de la dirigencia de ese partido a las aspiraciones populares, a tal punto que hoy nadie puede pensar seriamente en entregarle de nuevo su confianza a quienes así actuaron, aunque ofrezcan acompañar, se inmiscuyan o se suban al vagón de reclamos legítimos de ciertos sectores de la población. Incluso en un escenario hipotético de descontento social (que no es el caso actual), la gente sabe que volver a las calles bajo esa bandera rojiblanca no tendría mayor sentido.
El adjetivo «marchito» significa «ajado, falto de vigor y lozanía», sinónimo de mustio, lacio, lánguido, seco, deslucido, apagado, envejecido. Este calificativo es aplicable plenamente a las marchas organizadas hoy por el FMLN, recurso ya anacrónico con el que busca montarse con desesperación de supervivencia en cualquier vagón que huela a lucha social para inyectarse algún tipo de sustancia milagrosa que revierta su decadencia como vanguardia social, y rehacer acaso aquella aura redentora, perdida gracias a sus propias acciones destructivas, tanto hacia adentro como hacia afuera de sí mismos.