Quedé huérfano de madre a los 18 meses de haber nacido. Una mala praxis médica me dejó solo con la posibilidad de conocerte por medio de fotografías. En dos de las imágenes estás sonriente, al lado del hombre que conquistó tu corazón y con quien procreaste dos hijos. El más pequeño soy yo.
Las fotos son de momentos distintos y la más divertida es donde estamos en medio de un jardín. Los cuatro, en una banca. Vos, a la derecha de la imagen; en medio y sentada está mi hermana, con unas trenzas graciosas; mientras yo estoy de pie, detrás de la primogénita. Mi papá está sentado a la izquierda.
De fondo está el viejo carro verde que, imagino, en más de una ocasión nos llevó a los cuatro a algún lugar bonito para disfrutar en familia.
Es muy graciosa mi apariencia regordeta y con el pelo rizado en esta foto; pero bueno, así fui en aquellos dulces años.
Por historias familiares, confirmo que fue en mayo cuando te fuiste de este mundo. Apenas unos días después de celebrarse el Día de la Madre.
Por cosas de la vida, las flores que te alegraron mientras estabas en el hospital, por ser dos veces madre, fueron las mismas que se depositaron en tu tumba.
No sé a qué edad supe de tu partida, pero lo asocio a esas dos imágenes que se conservan con mucho cariño y cuidado. También es cierto que hay otra imagen tuya, en blanco y negro, ya ataviada con la inequívoca mortaja.
Tu repentina partida dejó a todos conmocionados; y en medio de todo surgió la figura de una amiga y vecina que se convirtió en mi nueva madre, una madre adoptiva.
Su nombre no puede ser mejor. Se llama Ángela, el femenino de Ángel, según el ingenio de Benedetti en una de sus célebres creaciones.
Con Ángela celebré muchos mayos. De niño hice algunas manualidades alusivas al Día de la Madre, que sorprendentemente sobrevivieron al paso del tiempo. De todas mis creaciones, la mejor era una rosa rosada encapsulada en un botecito de vidrio transparente repleto de agua. Ese adorno lo vi infinidad de veces hasta que por infortunio lo perdí de vista por completo.
Ángela, mi segundo amor, sigue viva, pero el tiempo le ha jugado una mala pasada. Con 93 cumplidos, ahora su mente divaga en épocas distantes donde no tengo cabida.
En 2012, exactamente el 18 de mayo, conocí a mi tercer gran amor. Fueron ocho años consecutivos de construir una vida juntos, disfrutar, soñar, idear una vejez, con achaques y todo lo que viniera, pero siempre juntos. Vos, mi complemento, yo el tuyo.
Fue increíble al saber que habíamos nacido el mismo año, nos reíamos de eso y comenzamos —en lo posible— a festejar nuestros natalicios.
Quizá por tener la misma edad, las mismas ganas de vivir y agradecer al universo el habernos permitido encontrarnos, las diferencias de nuestro principio fueron superadas con tranquilidad. Después de esto, solo se trató de crecer y crecer juntos.
Nada pasaba sin que el otro supiera. Todas las decisiones que se tomaran, por pequeñas que fueran, siempre resultaban de un consenso mutuo. La lealtad era nuestra máxima bandera, lo mismo que la confianza plena y mutua.
Fueron ocho años de mi tercer gran amor, pero el infortunio se impuso de nuevo. Ahora solo contemplo tus fotografías y te recreo en sueños, mientras llega el día de reencontrarnos en la eternidad.