Mi abuela era una chalateca que iba de pueblo en pueblo vendiendo panes rellenos con pollo. Cuando se le terminaban, seguía con frijoles, después con sardina y terminaba con sancocho.
Ella tenía un programa anual que dividía entre las cortas de café a fin de año y en ir a todas las fiestas patronales de occidente y San Salvador. Comenzábamos en Texistepeque, donde me contrataban para darle vueltas a la silla voladora y ganarme unas chirilicas.
En Sonsonate, durante las semanas santas, yo era a quien anunciaban en los parlantes del parque: «Aquí tenemos a un cipote que se ha perdido. Anda vestido con camisa color zapote ¿Cómo te llamás, cipote? Osvaldo, decía entre llanto y suspiros». Mi abuela, que no perdía el tiempo despachando los panes, ni cuenta se daba, hasta que le llegaban a decir otras vendedoras que me tenían en el quiosco. Después de una merecida puteada, me ponía de castigo a rallar repollo en su palangana y me enviaba a vender en canasto alrededor del circo.
Frente al parque central de Sonsonate, se recreaba con gran entrega la vida y pasión de Cristo. Me aterraba ir a la iglesia y ver a Jesús a gatas, a Jesús en el huerto, a Jesús en la cruz; pero me encantaba unirme al coro de cipotes que maldecíamos a Pilatos y le silbábamos la vieja a los guardias romanos. El domingo de resurrección nos íbamos en el tren de la bala rumbo al puerto.
Ya en julio comenzábamos los preparativos para las fiestas de mi señora de Santa Ana y luego en agosto nos veníamos a San Salvador. En el campo Marte, hoy Centro de Gobierno, dormíamos bajo el puente cerca del edificio de la Corte de Cuentas, junto a otras familias de vendedoras con bichos que se ganaban la vida igual que mi abuela. Cuando pasaban las fiestas de Sívar, nos íbamos a las de Mejicanos.
Hoy debo admitir, con un gran sentido de culpa, que, al menor descuido de mi abuela, le hacía el gavetazo y con las monedas que le quitaba me iba al quiosco en el que alquilaban las cámaras para ver «Bambi», «La bella durmiente» y «Superman». El dueño tenía las cámaras de View Master atadas a una cadena, y aunque no estipulaba el tiempo, los discos tenían señalados el principio y el fin de la historia, así que junto con los otros cipotes nos las ingeniábamos para pasar lentamente el cuadro para tardarnos todo el tiempo del mundo y que la cámara siguiera en nuestras manos.
Hasta la fecha, no sé cómo hacía para ir de fiesta en fiesta acompañando a mi abuela y mantener buenas notas en la escuela. Me fascinaba esa gira, conocer el circo y al payaso Chocolate, ver a la mujer araña, subirme al pulpo, a la Chicago, al trencito y, sobre todo, a las conchas, menos al Zipper, porque esa rueda sí me daba ñáñaras.
Cuando llegaba a Santa Ana (la sucursal del cielo) era como regresar de un viaje cósmico lleno de fantasías que ningún compañerito se imaginaba, y mucho menos me iban a creer todas mis aventuras.
A finales de octubre, luego de terminar la escuela, emprendía un nuevo viaje hacia las fincas de Los Naranjos. Aquí mi abuela era muy popular. La llamaban «Blancona» no solo por ser chele chalateca, sino porque su nombre era Blanca. El ritual de todos los años: apuntarse, buscarse en la cuadrilla, escoger el canasto y esperar que el caporal nos diera un buen surco cargado de café maduro.
A mí no me gustaba pepenar, pero me fascinaba esperar al vendedor de pan dulce para escuchar en la radio nacional los cuentos dramatizados del «Gato con botas y el frijolito mágico» en el radio portátil que cargaba en medio de los salpores, la semita y las peperechas dentro del canasto. Lo que sí odiaba era levantarme temprano, entrar al cafetal y cortar el café con el sereno de la madrugada que me entiesaba todos los dedos.
Las chencas y los frijoles parados con un buen queso y dos chorizos asados eran un manjar de dioses. Al final de la jornada, sacar un saco lleno de café del tablón en un carretón no es comida de hocicones, especialmente si sos un cipote de 11 años. Pero me alegraba terminar, pues sabía que era la hora para unirme a la manada de cipotes que vivían en el casco, quienes se convertían en mi pandilla. Era un ritual acostarnos sobre los costales de café que esperaban ser llevados al beneficio y contemplar los cielos estrellados. Solo en Yosemite Park, de California, volví a ver semejante imágenes. Competíamos en contar las estrellas. Yo, que había estudiado algo de las constelaciones, les mostraba, inútilmente, algunas formaciones, pero apenas lograban ubicar a los siete cabritos.
No sé a cuántas ferias fue realmente a vender mi abuela ni a cuántas fincas fue a cortar café. Solo sé que nunca aguanté hambre con ella y le debo el haber aprendido a no tener pena de vender lo que sea y de no ahuevarme ante nada ni nadie. Mi abuela también se fue para el norte. Allá llegó a vender ropa que compraba en El Piojito, en Los Ángeles, e iba a revenderla a Santa Ana, California, donde llegaban los pollos que traía mi tía.
Mi abuela Blanca fue una viejita linda que no aprendió a leer ni a escribir, pero fue una mujer que nunca se rindió ante nada; eso sí, le gustaba pasar por el mercado a ensaguanarse un vaso de tamarindo. Después descubrí que era de chicha, y, por su puesto, yo siempre la acompañaba en sus andanzas. Ella daba la vida por nosotros. Yo quiero creer que soy solo una simple extensión de ella y, sobre todo, ser fiel a su filosofía: el que quiere comer pescado, que se moje el culo.