No, los hermanos colombianos no se merecen a un presidente que cree que es suficiente con cambiar el nombre a cada uno de los actos delincuenciales para que estos desaparezcan, que pide a sus ciudadanos no sacar su carro o su celular para que no se los roben, en vez de hacer lo que le corresponde, que es encerrar a los maleantes. Un presidente a quien se le ocurrió la «brillante» idea de entregar dinero a los delincuentes en sus manos para que no tuvieran que ir a robarlo, así les evitó el trabajo que eso implica y el riesgo que podrían correr al asaltar a la gente. Es un individuo que, al parecer, está pensando en algo similar a la receta fallida de los anteriores gobiernos salvadoreños, que empoderó el crimen en vez de combatirlo.
Lo triste es que mientras ese remedo de presidente piensa en el nombre que le pondría al asesinato para que este, por arte de magia, deje de existir, decenas de colombianos mueren en las calles víctimas de la inseguridad.
Pero este tipo no solo se la pasa maquinando ideas tontas y sin sentido mientras juega a ser presidente de un país que, por ser tan amistoso, honesto y laborioso, merecía algo mejor; sino que también su tiempo lo ocupa criticando a otros mandatarios que están haciendo muy bien las cosas y que, contrario a él, tienen una alta aprobación. Eso lo hace con el fin de mejorar su desgastada imagen, intentando ensuciar la de quienes están mejor posicionados.
Lo que está sucediendo en Colombia me recuerda al período presidencial anterior a este aquí en El Salvador, en donde, casualmente, el gobernante también era de izquierda y cuya manera de pensar y la forma de enfrentar el crimen no era distinta. Este creía, al igual que hoy siguen creyendo los que dicen defender los derechos humanos, que en vez de enfrentar a la delincuencia era mejor acostumbrarse y convivir con ella, que nada se podía hacer porque el país era inseguro por naturaleza. Para él era mucho más fácil naturalizar las cosas que enfrentar el desafío de pacificar a esta sufrida nación. Sin embargo, no fue el único; los anteriores gobiernos, al igual que ese, negociaron con las pandillas, les dieron privilegios, les facilitaron la movilidad y el posicionamiento en todo el territorio e, incluso, pensaron en darles estatus legal y poder político.
Lo que el presidente colombiano hizo cuando comparó el Centro de Confinamiento del Terrorismo con un campo de concentración de la Segunda Guerra Mundial fue que a los sanguinarios delincuentes que en este país han causado luto y dolor los puso en el mismo plano que a los millones de inocentes (judíos y no judíos) victimizados por el simple hecho de pertenecer a una raza, religión o clase social, por su afinidad política o simplemente oponerse al proyecto expansionista nazi, algo que no tiene ninguna relación con lo que aquí se hace, que es combatir la delincuencia. Siempre he pensado que cualquiera como él, que ostenta una investidura presidencial y cuyas palabras tienden a resonar en el eco internacional, debe procurar ser cuidadoso con lo que dice.
Actitudes como la descrita hacen pensar que en la izquierda latinoamericana ya queda muy poco (aparte de Mujica, en Uruguay) que podría ser rescatable, pues la mayoría de ellos luego de que alcanzan el poder, además de que los carcome la avaricia, demuestran una notoria incapacidad a la hora de gobernar que hace retroceder a cualquier nación que lamentablemente caiga bajo su tutela.