¿Qué le da valor a la existencia del ser humano?, ¿lo que tiene o lo que es? Saber responder adecuadamente esta interrogante hace la diferencia entre sentirse usado o sentirse apreciado y serlo realmente. El valor de una persona está proporcionado no por otra persona, sino por sí mismo, es decir, por el hecho de ser lo que es, que lo hace único e irrepetible; por tanto, su valor radica en su esencia y no en su parecencia.
Hace tiempo, una persona que me buscó para consejería, actividad que realizo ya hace más de 25 años, me expresó lo mal que se sentía a nivel emocional y psicológico por no sentirse apreciado en su hogar, en el trabajo y en la sociedad, en general; por supuesto, después de escuchar le planteé escenarios diversos para ver la óptica por donde arremeter en contra de ese malvado aguafiestas que le arruinaba su vida, por lo que antes de aconsejarla me dediqué a contarle la siguiente anécdota milenaria:
Un joven llega donde un maestro respetado y le expresa cómo se sentía mal por no ser apreciado; el anciano le miró y le dijo que tenía un problema que debía resolver primero, y que si le ayudaba tal vez luego podía socorrerlo con su dificultad. A lo que el joven accedió, pidiéndole al maestro que le dijera en qué podía apoyarlo. El anciano le comentó: debo pagar unas deudas, así que toma este anillo, ve al pueblo y trata de venderlo, pero no aceptes menos de una moneda de oro.
El joven salió al pueblo y empezó la faena de venta. Después de varias horas empezó a desilusionarse al ver que la gente se reía de su producto en venta y que lo más que le ofrecían era trueque o unas monedas sin gran relevancia monetaria. Cansado de la situación pensó para sí: «El maestro no me ayudará con mi problema», aun así decidió irse donde el anciano y darle la mala noticia, sobre que el anillo no parecía tener mucho valor para la gente del pueblo.
Está claro, le dijo el maestro, que primero hay que saber el valor del anillo y luego venderlo justamente; a lo que prosiguió diciéndole al joven: «Ve donde el joyero y pregúntale el valor del anillo, pero por nada del mundo se lo vendas», cosa que le pareció absurda al joven. Al llegar donde el joyero y ofrecérselo, este le expresó que le daba 57 monedas de oro, pues podría revenderse hasta en unas 70. El joven se alegró y extasió de saber el precio del anillo y se fue rápido donde el maestro.
El maestro le dijo: «¿Te das cuenta? Solo el que sabe el valor del anillo puede ofrecer lo justo en su precio; así tú, andas esperando que te aprecie la gente equivocada, cuando se trata de escuchar la voz de los conocedores de tu valor».
Esta anécdota permite comprender a cabalidad que la importancia de la persona, es decir, su valor, no debe buscarse ni en las personas ni en los lugares inadecuados; hay que tener buena visión y dejarse orientar por la lógica natural: solo quien sabe, valora.
Ahora se lo planteo a usted, querido lector: el valor de la vida en primer lugar está determinado por su propia naturaleza de ser y de hijo de Dios y, en segundo lugar, solo quien es conocedor del valor puede realmente darle el justo mérito a usted y a mí. Pero lastimosamente buscamos y deseamos lo mejor de los peores, de las personas y los lugares equivocados.
Se debe empezar a evaluar donde se pone la esperanza y donde se anida la valía; la luz solo nace de la luz y se expande con la luz, no puede nacer ni expandirse con la oscuridad. Por ende, deje usted de buscar donde no encontrará, ni de esperar lo que no acrecentará. Aprenda a amarse, respetarse, aceptarse y juntarse con quien ya se ha amado, respetado y aceptado; pues solo los iguales pueden comprender y apreciar lo igual.