En las aulas universitarias se construyen, sin duda, las bases para los futuros profesionales; y conforme se avanza, el conocimiento se va contrastando con la realidad, con la práctica, con el día a día. El ingeniero se da cuenta de si sus técnicas de construcción son confiables; el agrónomo comprueba si las fórmulas aplicadas dan buenas cosechas; el contador, si su pericia con los números es suficiente para resolver problemas financieros; el médico, si en verdad tiene entrega por los enfermos; el maestro, si es cierto que «trae para la enseñanza», y así en cada profesión. Para nosotros, los periodistas, no es diferente. Vamos descubriendo si es cierto que esta es «la profesión más bella del mundo», o si nuestro trabajo de veras contribuye a generar opinión, discusión, agenda de país, transformaciones en la sociedad, o simplemente molestias y ríos de tinta o minutos al aire sin sentido. En este camino de libretas, grabadoras, aguantadas de hambre, desvelos y más, comprobamos si valieron la pena esos años, pocos o muchos, en la universidad.
Nos preguntamos ¿he aportado algo?, ¿contribuyó mi trabajo a generar algún cambio positivo, constructivo? Y no para recibir reconocimientos, mucho menos, pues que digan que soy bueno o mal periodista no es totalmente objetivo, solo obedece a un punto de vista. A menudo trato de recordar si alguna historia que busqué y publiqué cambió la vida de alguien para bien, de su familia, de su entorno. Si mis letras generaron cambios positivos y no solo ruido en las redes sociales.
No deseo autonombrarme o que me consideren periodista incómodo o cómodo; mejor que mi trabajo hable sobre cómo ejerzo mi profesión y que el lector juzgue si dedicarme parte de su valioso tiempo es provechoso. Como periodistas debemos seguir escribiendo, denunciando, criticando, cuestionando, pero con niveles de ética lo más altos posibles. No para incomodar o ser favorable, eso lo determinarán los resultados de nuestro trabajo, pues podemos caer en la contradicción de ser uno o lo otro a conveniencia.
Nos pondría de cierto lado de la historia, cuando en las aulas se nos enseñó sobre deontología. Mucho menos creer que somos los depositarios de toda la verdad y cual benefactores humanitarios comenzar a repartirla y, peor aún, a alardear. Esto es cuestionable. La satisfacción del ingeniero es ver que su edificio pasó la prueba del terremoto; la del médico, darle el alta a su paciente con mejor salud; incluso, la del líder religioso, ver que muchos aceptan a Jesucristo como su salvador. Si ejercen su profesión buscando fama, alabanza, gloria o premio, desde mi punto de vista, no es ético. Ejercer la labor periodística trae consigo satisfacciones, seguramente, pero estas no deben hacer más grande nuestro ego, sino otra contribución en la construcción de una sociedad más pluralista, tolerante y más fuerte.