Subir a un colectivo lleno de pasajeros en una tarde-noche, después de un día ajetreado, suele resultar incómodo: se viaja parado y apretujado, y encima entre una burbuja de olores que pelean por abrirse paso y reinar en el escenario. Sin embargo, nada es más incómodo y lleno de impotencia que el creerse limpio y llevar el olor de la muerte encima con el cuerpo secuestrado por el cáncer.
El doctor Rodman López Arías, el cirujano oncólogo que hizo la obra terrenal y que después de la gracia de Dios es por quien ahora respiro, me describió años más tarde, en un testimonial plasmado en este mismo libro, el futuro sombrío que me esperaba y que yo, de alguna manera, ya había vivido un pequeño pasaje en 2011.
*«Entró a la pequeña sala de sesiones un hombre blanco, de complexión y estatura mediana, de aspecto atlético, con la mejilla cubierta con una gaza cuidadosamente sujetada con esparadrapo, con gafas oscuras para disimular el defecto, con mirada inteligente y actitud chispeante, quien desde su entrada al salón ansiosamente intentaba explicar con lujo de detalles y en el menor tiempo posible toda su frustración por la lucha infructuosa contra una enfermedad que lo había acompañado toda su vida, y que en este momento los médicos tratantes tampoco le daban esperanzas de un tratamiento efectivo.
Al examinarlo, vimos un tumor de ocho centímetros de diámetro en el lado derecho de la cara, ulcerado, sangrante, que ocupaba el espacio entre el párpado inferior, el ala nasal y el pómulo, extendiéndose a la cavidad oral y al surco entre el labio superior y la encía. Al revisar los estudios radiográficos, el tumor ocupaba todo el espacio dentro del hueso maxilar superior, se introducía a la fosa nasal y discretamente a la órbita. En ese momento, recordé el calvario por tantos pacientes con experiencias similares que he atendido en los últimos 25 años, cuyo prolongado sufrimiento solo se agota con la muerte misma, la cual ocurre lentamente en medio de dolor, sangrado, infecciones purulentas, hedentina difícil de soportar hasta por el mismo paciente, dificultades para alimentarse, desnutrición, etcétera».*
En los últimos años (2011-2016), fui tratado como un pequeño niño que a la mañana y a la tarde necesita cucharaditas de alimento para bebé en la boca, bocaditos de comida. En mi primera infancia, jamás utilice un pañal desechable, y hoy de grande, como un niño consciente, he tenido que permitir la presencia de otra persona, quien me coloque uno de esos pampers, y horas después o la mañana siguiente me lo retire.
Es una tímida impotencia no poseer energía para mover un dedo, la mano o el brazo debido a la debilidad en que te ha sumido la enfermedad. Y con toda la natural vergüenza solo queda dejarse abandonar a las manos de otros seres humanos para que te ayuden con lo más básico, como la higiene y la alimentación. Es terrible, y quien lo haya experimentado comprenderá fácilmente. Todo eso lo viví cuando ingresé al hospital en 2011.
No exagero, pero me causa pavor el recuerdo de un líquido pestilente que emanaba sin control de mi boca, y que luego se esparcía por mi cuerpo, en el momento en que las enfermeras me movían e intentaban bañarme en la cama. En esa ocasión, había sido sometido a una cirugía de reconstrucción. La piel de mi pectoral derecho había sido estirada prácticamente hacia la zona de mi mejilla derecha, para cubrir el espacio donde se había retirado el área maligna.
Ocho días pasé bajo un diagnóstico muy reservado en la unidad de cuidados intermedios del Hospital Médico Quirúrgico del ISSS, y la situación no cambió mucho al ser trasladado a Oncología.
Allí, las enfermeras, acostumbradas a ver casos terminales de cáncer, no esperaban verme salir con vida. El olor putrefacto que venía de mi cuerpo hizo que me aislaran del resto de pacientes. No me fue fácil levantarme de la cama. En 25 días que estuve allí solo dos veces pude ir al baño por cuenta propia, mientras que 20 del total los pasé sin probar agua y comida.
La fiebre se volvió agónica. Exactamente fueron 15 días de vertiginosas calenturas que me llevaron casi al fin del aguante. Un día de esos, una de las enfermeras descuidó el control del termómetro, y mi temperatura llegó a 40 grados. Casi estuve a punto de morir, y, sin embargo, mi hermana, Gladys, que estuvo siempre como un ángel cerca, había intuido el peligro. Gracias a ella, las enfermeras no tuvieron más que correr de aquí para allá con las bolsas de suero refrigerado para cubrirme y bajar así la alta temperatura.
La fiebre se apagó después de una terapia de hielo, y la infección desapareció un día después de que el médico residente abrió de nuevo la incisión en mi pecho y presionó fuerte hasta sacar los líquidos infectos que difícilmente los antibióticos podían combatir. Era de esperar que ante esa acción y reacción de mi cuerpo el olor a muerte también se esfumara poco a poco. Eso equivalía a una batalla ganada que merecía celebrarse con la pompa y el ruido de los cohetes de vara. Al menos en el mundo imaginativo.
Mi ánimo mejoró y volví a saborear la comida. También pude levantarme de la cama sin ayuda. ¡Fue extraordinario! Y si cuento todo esto, no es para afligir o despertar lástima en los lectores que están sanos, sino para recordarles la dicha que poseen y que muchos no valoran: vivir saludables. Pasajes como estos, sin lugar a dudas, también los vivimos muchos el año pasado con la COVID-19.