Tendré siempre guardada en la nítida pupila de la memoria el viejo puente de balaustrada neoclásica, en el antiguo barrio de La Vega, de San Salvador, desde donde veía pasar las achocolatadas aguas del Acelhuate, en su furia incesante, formando esos borbotones, que en verano eran fétidos y en invierno hacían palidecer a los vecinos de los alrededores.
Así mismo, las emanaciones que surgían de la vetusta Administración de Rentas, lugar donde se producía el embriagante alcohol del Estado. Recuerdo que en su fachada principal había una placa que indicaba el nivel alcanzado por las aguas durante la llamada — popularmente— correntada de 1922, que sumergió vidas, bienes y todo tipo de construcciones.
Toda esta fuga al pasado, me instala, junto a mi madre, en ese puente, donde nos despedíamos de mi abuelita materna, Hortensia viuda de Chávez, mientras esperábamos el autobús, que nos devolvería al centro de San Salvador, ascendiendo la cuesta –que en mi niñez se hacía intermi[1]nable— de la Policía Nacional.
Mi abuela vivió durante mucho tiempo en esa zona junto a doña María Guillén, su gran amiga, en una casa de antiquísimos retratos ovalados de color sepia, sillones de mimbre y jardín de rosales y pascuas muy rojas en Navidad.
Su habitación tenía una pequeña ventana, justo frente al humeante y sonoro edificio de Rentas, que se me presentaba como recortada postal, mientras me hundía en una fresca haragana, bajo la póngida mirada del general Sánchez Hernández, y luego del coronel Molina, que en celestes colores de «conciliación nacional» recordaban a todos que ellos eran los presidentes de la república.
Para mí, eran quizá tan importantes o más importantes que el cuadro del Corazón de Jesús, que, junto a los presidentes, nos veía con misericordiosa dulzura. El ayer me devuelve a ese puente, halado por mi madre, ante mi necedad por inclinarme lo más que pudiera sobre la balaustrada, contemplando desde allí —fascinado— la turbulenta corriente.
Precisamente, al occidente de este escenario, se levantaba una vivienda que ostentaba un bronce conmemorativo, donde se leía, más o menos, lo siguiente: «En esta casa murió el general Manuel José Arce».
Creo que también hacía referencia a las circunstancias de pobreza y abandono que rodearon la muerte del polémico primer presidente de la República Federal de Centroamérica. Pero regresando al Acelhuate, mi abuela contaba cómo ese 12 y 13 de junio del año 22, llovió de tal manera que el río se desbordó, causando luto y dolor en los barrios de Candelaria, La Vega, El Calvario, San Jacinto, la calle Modelo y otros sitios.
Decía que las aguas habían arrastrado bestias, árboles, casas, roperos, camastrones, animales domésticos, personas, y que era espantoso contemplar, de manera impotente, aquel fluir de la tragedia.
Todos los salvadoreños hemos escuchado, desde niños, estos relatos por par[1]te de nuestros padres, madres, abuelos y abuelas. Terremotos, incendios, inundaciones, guerras, han tenido –tradicionalmente— como víctimas preferidas a los más vulnerables, como se dice —con elegancia— en la actualidad.
Haciendo un breve recuento histórico entre el siglo XX y XXI, solo en cuanto impactos generados por lluvias, citamos: la ya referida inundación de 1922; el ciclón de junio de 1934; el huracán Fifí de 1974; la tragedia de Montebello en 1982; los estragos provocados por el huracán Mitch en 1998; la tormenta Stan en 2005; la tormenta Ida en 2009; las tormentas Agatha y Matthew en 2010; la depresión 12-E en 2011, entre algunos de los fenómenos naturales más significativos; y el pasado 2020, los efectos de Amanda y sus secuelas en plena pandemia.
Veremos cómo pintan las lluvias en este copioso 2021. Esto pensaba, recientemente, cuando releía a Jorge Luis Borges, a ese Borges fundamental de «Funes, el memorioso», del cual, a manera de colofón, comparto un breve fragmento de ese maravilloso cuento, que ojalá los estimule, queridos lectores, para ir en su búsqueda y lectura completa: «Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo.
La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta.
Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites».