De mis primeras festividades de Navidad y fin de año en mi cantón, solo recuerdo que eran los únicos dos días en que había comida en abundancia: mi mamá hacía tamales y marquesotes, y yo disfrutaba quemando una a una las 10 unidades de un paquetillo de cohetes. También tengo presente un triste Navidad en filas guerrilleras. Tenía nueve años y la única celebración que hubo fue observar las luces de la gran ciudad al color de un trago de chaparro. No escuchamos petardos ni vimos luces pirotécnicas esa noche, pero la mayoría estábamos cansados y aturdidos de los estruendos que provocaban los bombardeos y cañonazos de día y noche. Para mi fortuna, fue mi primera y única Navidad en territorio rebelde. Volví después de la «Guazapa 10» a mi estatus de refugiado de guerra.
Terminada mi etapa clandestina, y de nuevo como habitante del refugio en Santa Tecla, decidí estudiar. La matrícula escolar fue mi primer objetivo, y pese a que mi edad era ideal para cursar el cuarto o quinto grado, fui inscrito en primero, ya que aún no conocía las vocales ni el abecedario. Ese terrible año de 1983 también marcaría el punto de partida en el reto de obtener una formación profesional, que alcanzaría 16 años después, en 1999. Ese tiempo ahora es una amalgama de sacrificios y satisfacciones que guardo con cariño.
En Santa Tecla, ya no necesité ocultarme de las bombas ni de la metralla. Los únicos bombazos que viví nuevamente solo eran en Nochebuena y fin de año, y, sin embargo, la quema de esa pólvora, como costumbre del festejo, nunca pasó en el caso, ya que la austeridad no lo permitía. No recuerdo a mi madre buscando en sus bolsillos cinco centavos de colón para que yo comprara un paquetito de cohetillos o los ahora prohibidos fulminantes y silbadores. La vida es diferente para algunos, y mi alegría, extrañamente, venía de la celebración de los otros cipotes de mi edad en mejores condiciones de vida.
Finalizada la reventazón de los cohetes, en horas de la madrugada del 25 de diciembre o 1.º de enero, me dedicaba a peinar las calles de la colonia Santa Mónica y la colonia Utila, lugares vecinos a mi humilde morada. Allí recogía los cohetillos y volcancitos que los niños habían lanzado y no explotaban.
Mi felicidad entonces (debo aclarar) era un día después gracias a esos niños que no conocía. Me daba el lujo de quemar los cohetes que ellos lanzaban y por alguna razón no reventaban. El único riesgo que corría era que me estallaran en la mano por la corta mecha que les había quedado, pero todo tiene su precio, y esa vivencia la repetí durante tres años. Fueron años mozos en los que mi única preocupación fue divertirme, en los que me conformé con solo presenciar el campo de la feria, y en los que fui feliz con un juguete usado o un balón de plástico.
La pelota que alguna institución benéfica me brindó me sirvió en las canchas del Cafetalón. Me despertó el amor a ese deporte apasionante. No está de más decir que los niños de los ochenta querían ser como Jorge «Mágico» González, la gran estrella del fútbol salvadoreño que recién había destellado en el Mundial de España 82. Todos querían una camiseta con el número 11 a la espalda, y yo no era la excepción.
El Cafetalón era mi casa los fines de semana, porque veía todos los partidos de la liga aficionada, y, a la vez, recogía las tapas de los envases de las gaseosas Kolashanpán, que venían premiadas con la frase «Kolashanpán te invita». He olvidado cuántas de ellas tenía que entregar para recibir una soda gratis, pero aquel trato me parecía magnífico. No puedo decir que me bebía la Kolashanpán, sino que la saboreaba. Tuve la osadía, incluso, de pararme junto a la mujer que llegaba con las gaseosas en un huacal con hielo y pedir a los jugadores que me regalaran la corcholata y así lograr mi proeza. Al menos eso duró mientras la promoción se mantuvo.
Los días de semana transcurrían diferente. Durante la tarde, después de la escuela, con otros cipotes del lugar, organizábamos expediciones a fincas cercanas para ir tras los mangos, pepetos, matasanos y manzanas «pedorras». La fruta no era el único fin, sino la recolección de leña seca, para venderla y comprar las gustadas charamuscas o los sorbetes artesanales de carretón.
Al cumplir los 14 años, en 1986, me dediqué al trabajo. La corta de café fue mi primera ocupación remunerada, en la categoría de ayudante. Entonces pude comprar ropa y zapatos. Soñé toda mi vida con unos Reebok clásicos, pero solo alcanzaba para venir por unos dogos o burros al Centro de Gangas del ADOC. Eso sí, la Nochebuena, Navidad y ese fin de año fueron distintos. Era un adolescente para algunos, pero yo me consideraba el hombre de la casa.