A lo largo de la historia del mundo, hablar de corrupción ha sido pan de cada día. No hay nación alguna que haya estado libre de los embates de este flagelo que ha llegado a ser parte del ADN de los sistemas públicos y privados, quienes han sabido negociar con trago fino en mano en los bares privados de la «democracia e institucionalidad» respaldadas por grandes países.
He leído y oído a muchos escribir y hablar de corrupción, a escala global, pero no sé si lo hicieron como jovencitos vestidos de primera comunión o como fariseos limpiando el polvo de su túnica o la de sus amos. Y, generalmente, se han enfocado en funcionarios, dejando de lado a los empresarios corruptos, incluso pasaron por alto lo que ha movido y mueve a imperios de la comunicación, no digamos a páginas web y a alguno que otro carnicero que crea el caos para después presentarse como el José bíblico que resuelve el problema de las vacas flacas.
En nuestro país, después de la firma de los acuerdos con la pipa de la «paz» que beneficiaron a las cúpulas y a los financistas de areneros, efemelenistas y a otros personajes como Rodolfo Párker, hemos visto una camándula de marrulleros llenándose la boca de ética, moralidad, honestidad y transparencia.
Varios de ellos, comandando organizaciones con el disfraz de «sociedad civil, ciudadana o de derechos humanos», que simplemente buscan el favor –dinero- de pares internacionales para vivir como piojos de la asistencia externa ciega.
Carlos Perla, culpable y condenado, fue conejillo de Indias de un gobierno corrupto hasta las entrañas. Tras las rejas deberían estar los prófugos ladronazos y amos de otros delitos, como Mauricio Funes, Salvador Sánchez Cerén, Párker, Norman Quijano, Sigfrido Reyes, sus amos, así como los grandes evasores de impuestos, entre otros muchos.
Hay quienes certeramente sostienen que si uno quisiera entender las realidades crudas de la política o de un país, lo único que debe hacer es seguir el dinero. Que, si se sigue la pista al billete, encontraremos muchas de las realidades de la corrupción y del crimen en nuestra sociedad, de la hipocresía y de la falsedad de gran parte de los actores sociales y de tantas cosas más.
Sin duda, ahora lo vemos y entendemos con más claridad, cuando tenemos un verdadero gobierno del pueblo liderado por Nayib Bukele que está desnudando toda la corrupción que ha imperado en nuestro sufrido país durante décadas y que, con su anuncio de hacer guerra contra los corruptos y corruptores y meterlos a una cárcel especial, ha alborotado la cueva de Alí Babá.
Solo basta revisar redes sociales y medios de prensa para hacer un listadito de quienes han saltado ante la medida en favor del pueblo. Son tan obvios. Y ahora, la carne al asador con su alianza, con su única carta de presentación: la ideología o sociedad del dinero.
Al menos desde 1989 hasta 2019, en el ámbito político salvadoreño la corrupción favoreció el crecimiento de la inestabilidad institucional y el persistente desgaste de las relaciones tanto entre individuos como entre instituciones y el Estado.
La pérdida de legitimidad política y la ineficiencia burocrática que experimentaron los gobiernos areneros y efemelenistas, entre otras consecuencias, son apenas algunos de los problemas políticos que se atribuyen a la acción de la corrupción.
Por eso y por más, nadie les cree; al contrario, los repudia, porque, desde la óptica social, develaron incapacidad e impotencia y permitieron que la corrupción se instalara como factor determinante de los escenarios de extrema pobreza.
Declararse «perseguidos políticos» ante semejante corrupción comprobada es como decir que Alphonse Capone, alias Scarface, era inocente y amante de la ética, moralidad, honestidad y transparencia.
Como lo dijo firmemente el presidente Nayib Bukele, «la corrupción debe combatirse venga de donde venga y sea quien sea».
Muchos saben cómo comienzan las cosas, pero no cómo van a finalizar… Como dijo Francisco de Quevedo: «Poderoso caballero es… don dinero».