Su curiosidad de niño lo llevó a apasionarse de las tablas. Recuerda que su primera experiencia con el teatro fue en Guatemala, donde vivía con su mamá Betty y la tía Tita, ambas costureras. Tenía ocho o nueve años cuando se enteró de que en el sótano de la biblioteca de Guatemala representaban los nacimientos vivientes para Navidad.
«Recuerdo que desde la calle veía. Desde unas ventanas en el suelo uno podía mirar. “¿Por qué se ponen esos trapos encima?”, me preguntaba. Decían el texto varias veces y yo decía “algo están aprendiendo” y era que se aprendían los diálogos», resume hoy Raoul Fernández.
Su inquietud e inteligencia lo llevó a improvisar un escenario en el jardín de la casa de tía Tita. Grandes sábanas sirvieron de telones, mientras el pequeño Raúl cantaba y bailaba frente a todos los niños que deseaban su espectáculo.
«Iba a la cama de tía Tita. Tenía una cama bien ancha, le quitaba las sábanas y colgaba una pita en el patio de la casa, ponía como cortinas e invitaba a todos los bichos de la colonia, y todos tenían que traer un dulce, un caramelo, algo, era la entrada, y delante de ellos me ponía a cantar, a bailar. Me gustaba todo eso», recuerda.
Más de una vez, el pequeño Raúl fue reprendido por lo sucio que quedaban las sábanas o por los restos de hojas y pequeñas ramas enredadas. Aun así, siguió.
Fue en Guatemala donde Raúl vio el montaje de una obra relacionada con Jonás y la ballena. Quedó maravillado por la silueta del enorme cetáceo hecho de cartón y el estómago transparente donde se veía la figura de un actor. Y si bien esto lo asombró, le gustó más ir tras el escenario para descubrir cómo estaba hecho todo.
Recuerda claramente todo lo que vio y descubrió: «Me meto a los corredores, me gustaba cómo conectaban los focos, cómo ponían las luces, las amarraban con pitas y miraba eso y decía yo “este es una ilusión. Esto no es una ballena de verdad”. Cuando estoy al frente es una ballena, pero atrás esto, y me empezó a entrar el gusto de la representación y me gustó la idea de contar una historia para un público y que la gente creyera que estaba dentro de una ballena».
Pasión por la costura
Años más tarde, y cuando madre e hijo volvieron a El Salvador, Raúl tuvo la suerte de conocer al gran Salarrué. El pequeño actor, ahora de 11 años, vivía a cinco casas del escritor. Su madre administraba una pequeña tienda, sin dejar la costura.
Un día la mamá invita al hijo a conocer personalmente a Salarrué y entablan cercanía.
– Un día, hablé con él. Me dijo “tenés que leer. ¿Leíste “Cuentos de barro”, “Cuentos de cipotes”? Tienes que informarte mucho de la cultura de nuestro país”.
– Yo le dije “hago vestidos para muñecas”. “Eso es bonito. Si te gusta, hacelo”, me dijo […] Yo lo miraba, pasaba caminando frente a la casa. Lo seguí hasta que tenía 21 años. Después me fui a Francia.
La invitación a ser y hacer lo que quería que recibió de Salarrué, sumado a la influencia de su madre (quien lo invitaba a estudiar y leer), hizo que Raúl destacara en todos los lugares que se formó.
De joven, en el Liceo Cristiano Reverendo Juan Bueno Central (cerca del Teatro de Cámara Roque Dalton, en San Salvador), reunió a un grupo de compañeros y los organizó como una compañía de teatro.
«Los ponía a ensayar, los dirigí. Los hacía cantar, los hacía bailar y era actor también. Y fue un triunfo. Habían 10, 12 personas. Yo escribía comedias. Una se llamaba “La comedia de los errores”, otra “La máquina maravillosa del doctor Popof”. […] Había un devocionario (en el liceo) y dije “este es mi escenario”. Tenía como 15, 16 años. pedí una sala en el segundo piso, arriba de la dirección, donde no había nada y ahí ensayábamos», recuerda.
En su centro de estudios también fundó un periódico, «Papiro», donde publicaba adivinanzas, recetas de cocina, poemas de Alfredo Espino. Todo bajo la supervisión de su madre y con ayuda de un grupo de compañeros de estudios. El periódico era vendido y el dinero servía para el vestuario y los accesorios de las obras de teatro.
Su pasión por las tablas lo llevó a buscar trabajo para así ahorrar y viajar a Francia, país del que siempre supo que era lo mejor para el arte. Fue telefonista en el antiguo Hotel Ritz, locutor y programador de música en radio YSKL, recepcionista del Hotel Siesta.
«Quería estudiar teatro en Francia. “Me quiero ir”, le dije a mi mamá […] Compré un billete open (sin fecha de retorno precisa), de un año, era más barato, y así me fui. Al principio, estuve en un hotelito rascuache por la torre Eiffel. Lo primero que hice, me fui a la universidad, Paris VIII, no solo porque había teatro, sino porque eran clases prácticas. No hablaba nada de francés. Había una española que me ayudaba. El gobierno ayuda con buenas notas y sabiendo francés. Entonces, los primeros meses solo hice clases prácticas acrobacia, maquillaje, todo lo práctico, y en el primer año obtuve una media beca». A los cinco años de cursar estudios, el salvadoreño se enteró que la Ópera Garnier buscaba un costurero. Y sin haber confeccionado una prenda, pero con todo lo que vio de su madre Betty y su tía Tita (ambas costureras), se enfrentó a la prueba y ganó el puesto. Ese fue el inicio de una magnífica carrera en teatros y óperas de Francia, y de diversas partes del mundo.