Uno de los primeros contratos que recibimos como productora fue hacer un documental en el norte de Morazán. La verdad, llamarla «productora» es un poco exagerado, pues éramos solo Santiago haciendo cámara y yo cargando el trípode.
Fue Gustavo Amaya quien nos contrató. Él no solo dirigía una fundación de apoyo al desarrollo local, sino que también fue miembro del Sistema Radio Venceremos durante la guerra. Gustavo era de la capital y decidió, como muchos jóvenes de los setenta, unirse a lo que considerábamos una lucha justa, teniendo como destino durante la guerra Morazán.
Viajamos a Perquín y ahí, en el casco del pueblo, nos dieron los pormenores de los lugares que teníamos que grabar: Arambala, Villa Rosario, Jocoaitique, Perquín, San Fernando, La Segundo Montes y todos los pueblos del norte de Morazán ya del lado de Honduras: Yarula, Santa Ana y Marcala.
El trabajo consistía en crearle un «branding» a Nahuaterique. Para mí fue un ajuste de cuentas histórico que, sin proponérmelo, estaba logrando al conocer los lugares que solo había visto en documentales de guerra y que cuando viví en Los Ángeles y Nueva York era mi sueño estar ahí.
Para los no conocedores, estamos hablando del principal corredor guerrillero en los ochenta y donde la mayoría de los municipios se convirtieron en pueblos fantasmas cuyos habitantes se refugiaron en Mesa Grande o Colomoncagua, en Honduras. Irónicamente, la mayoría de estos pueblos, que tradicionalmente apoyaron al frente, poco a poco le fueron dando la espalda.
Cuando ya estábamos listos para iniciar nuestro recorrido, le preguntamos a Gustavo si nos podía recomendar a un guía para hacer mejor nuestro trabajo. Nos presentó a Roque, un lugareño de Jocoaitique que para ese entonces ya rondaba los setenta. Era un maitrito con el típico temple de campesino: flaco, un rostro marcado por arrugas y que en cada una de ellas representaba más de algún combate.
Nos quedamos viendo con Santiago y ambos dudamos de si aquella era la persona que esperábamos. Medio ahuevados, salimos de la reunión y le preguntamos al «fichaje de lujo» por dónde era mejor comenzar. Siempre dudamos de si podría aguantar las largas jornadas de grabación que pretendíamos hacer, y sobre todo si podría cargar en el lomo aquel trípode mamotreto de casi 40 libras. «Vamos a ir primero al Salto de Anaya», nos dijo, y nosotros dos encogimos los hombros como diciéndole «vos sos el hombre, guíanos, señor».
No habíamos ni avanzado 100 metros en busca del «Dorado» cuando llevamos por fuera la lengua tipo la «Tula Cuecho». Roque, con media sonrisa en el rostro, nos dijo: «Tranquilos, denme esa babosada de cámara y el trípode y síganme con cuidado». Ahí comenzamos a tenerle respeto y fue ahí donde comenzó una amistad que se mantendría por más de una década. Llegamos a tragos y rempujones. No recuerdo si por el calor o la goma o ambas cosas que aquel salto de agua se convirtió en nuestro oasis.
Después nos llevó al río Sapo, al Mozote, a la Cueva del Ratón, al Bailadero del Diablo, al Paso de Mono, al Zancudo, al Chorrerón, a la Poza de la Culebra, al río Negro… En fin, iniciamos un amorío con aquellos paisajes que para mí no tienen nada que envidiarle a Yosemite (perdón por la comparación). En medio de todo esto me da pena recordar la putiada que me dio Roque cuando me puse a negociar con una señora el precio de una gallina para comerla en sopa por la que me pedía algo así como $6 y yo le regateaba para que nos la dejara en $5.
Y así pasaron las semanas. Todas las noches nos refugiábamos en Jocoaitique, que se convirtió en nuestra base de operaciones. Ahí, en esas oscuras noches de pueblo, conocimos íntimamente a Roque. Él nos recreaba en medio de tragos de cusuza, sus aventuras con los sandinistas en los setenta, de cómo organizaron a la gente en el norte de Morazán, me habló de Arce Zablah, de cómo metían las armas de contrabando por los puntos ciegos con honduras, de los riesgos de cruzar a comandantes en ambos lados de la frontera. También nos relató cómo poco a poco fue perdiendo la fe en su partido, pasándose luego a ayudar a construir el Convergencia Democrática en los municipios norteños, y años después se unió junto con otros veteranos a Nuevas Ideas. Roque nunca se mantuvo quieto en ningún partido.
Desde ese primer día, Roque se convirtió en nuestro guía para siempre. A cualquier producción que hacíamos en la zona siempre buscábamos a Roque, a cualquier excursión familiar siempre pasábamos por Jocoaitique a saludarlo y comprarle frijoles de su cosecha; hasta un estuche con máquinas de rasurar y cortar pelo le llevé porque quería convertirse en el peluquero del pueblo.
Hace una semana, el destino me llevó nuevamente al norte de Morazán y esta misma historia se la conté a mis compañeros del equipo, de la ahora si productora, que me acompañaban y entusiasmados me pidieron que pasáramos a conocerlo. Después de visitar Villa El Rosario, decidí hacer un cruce a la izquierda y bajar a buscarlo a su pueblo, y, para mi sorpresa, al primero que me encontré en el parque fue a Sebastián Torogoz. Después de saludarlo, le pregunté por Roque y me dijo que no lo había visto. De ahí, en medio de una misa de cuerpo presente en la iglesia frente al parque, le preguntamos a otro veterano por Roque y este, sin medir palabras, me contestó como un «disparo de nieve» que Roque había muerto hace un par de meses en Nicaragua.
Creo que Sebastián ni cuenta se dio de que ahí mi mundo se detuvo. Mis compañeros de viaje me preguntaron si lo había encontrado y no recuerdo qué les contesté. Aguanté quizá una media hora y en medio de la calle que conduce del desvío de Jocoaitique a Perquín detuve la marcha del carro y lloré inconteniblemente. De sopapo se vinieron las imágenes como proyectadas en 16 mm de nuestras andanzas de aquel primer encuentro, de todas las veces que mis hijos y mi esposa pudieron compartir con él, de las noches eternas que pasamos con Santiago y Roque en una hamaca o en una cama de pitas, viendo el cielo de tejas y escuchando sus desventuras.
P. D.: Roque fue nuestro Dalton, fue poesía y canto de grillos en el monte de Morazán, un combatiente más de los que quedaron en el olvido, con quienes los Acuerdos de Paz dejaron una deuda irreparable, y sus líderes, una falsa promesa de transformación económica social que al final solo se concretó a nivel político.