No soy de despedidas largas, me gustan más los hasta luego, pero por caprichos del destino y azares de la vida, las despedidas son parte de mi manual y confieso que algunas han sido terroríficas. La más reciente me ocurrió en una madrugada de julio pasado.
Preso de la COVID-19, como tantos otros, con el aire limitado llegando a mis pulmones y pocas energías para moverme empecé a ponerle nombre a mis contadas pertenencias. Era una forma de despedida y no heredar problemas futuros.
Empero, esa no ha sido la única vez que una noche me resulta tan larga y angustiante en me historia de vida. Lo viví también en septiembre de 2012; y en cada una de mis 16 operaciones en las que me he hecho una y mil películas de despedida en el corto, pero largo, camino al quirófano.
Quien ha pasado por una intervención quirúrgica quizá me comprenda mejor. Toda vez puesta la bata, el suero, y sentado en la silla de ruedas, la mente comienza a barajar posibles escenarios que puedan ocurrir en quirófano. En esa soledad momentánea, mientras se avanza, se hace un viaje a casa para repasar las imágenes vividas con hijos, parientes cercanos y amigos que quizá no vuelvan a repetirse. Surgen también arrepentimientos y la imperante necesidad para pedir perdón una y mil veces por lo que único considera sus fallos.
La ruta a la sala de operaciones no tarda más de cinco minutos, pero son suficientes, para torturar la mente con pensamientos tan negativos cómo: el que pasaría si los médicos se pasan de anestesia, que pasaría si mientras se está en el frío quirófano ocurre un terremoto, o si se pierde todo acceso a energía eléctrica mientras se está conectado a un respirador artificial. Esos temores solo se van cuando la pastilla pre operatoria hace su efecto, se cae en los brazos del «dios del sueño» y se despierta en horas de la tarde «molido» pero respirando por cuenta propia.
Lograr esa hazaña en 2012 me fue imposible, desperté con respiración asistida después de rozar un milagro del que aún no puedo hablar sin contar el antes a lo que me di en llamar SABOR A DESPEDIDA.
La noticia de la firma de los documentos, en la que autorizaba al Seguro Social me operara y los liberaba de cualquier responsabilidad ante un resultado inesperado, corrió como pólvora encendida. Los doctores, enfermeras y todo aquel que se me acercaba, preguntaba con pertinaz curiosidad ¿y mañana lo operan?, mi respuesta era un sí, que solo avivaba el temor y no me dejaba sentir paz.
Ese día, mi teléfono celular no dejó de sonar y vibrar desde ese momento. Su silencio llegaría con la noche. Durante el día, un mar de amistades y parientes me llamaron para expresarme su apoyo y recordarme que seguía presente en sus oraciones.
La última llamada de esa noche fue la de don Roberto Dutriz, presidente ejecutivo de la Prensa Gráfica, periódico para el cual había escrito en noticias deportivas en los últimos años. A él, le conocía de lejos, le había visto en las celebraciones empresariales, pero en esa ocasión, era distinto, él me hablaba al celular, para manifestarme su apoyo. Amable me expresó que el periódico me esperaba después de la recuperación, y que no me preocupara por mi cargo de reportero, ya que el trabajo lo tenía garantizado.
Enfatizaba en la impresión que le causó la sólida solidaridad que yo había despertado entre periodistas de la Prensa Gráfica y otros medios de comunicación, que mantenían una permanente campaña de ayuda hacia mi persona.
La gente, parientes, amigos y desconocidos que se habían enterado de mi enfermedad por los medios de comunicación, de alguna forma, habían conseguido mi número de celular, e intentaba reconfortarme, pero muchas de esas palabras de ánimo, me sabían a despedida definitiva.
El hecho se había convertido en un regusto amargo, y solo ahora considero que la entrega de Rubidia, a padecer conmigo, este calvario, mermó el resquebrajó total que se me avecinaba. Ella se quedó toda la noche junto a mi cama, y cuando el cansancio me venció y logre dormir, ella se mantuvo en vigilia hasta ver el sol del siguiente día y el desenlace final de la maratónica operación.
A eso de las 4 de la madrugada, una enfermera me despertó para iniciar mi preparación profiláctica, requisito para entrar al quirófano. Dos horas más tarde, esa mañana del 13 de septiembre de 2012, completamente rasurado de mi cabeza y cuerpo, en ayuno obligatorio, y con un suero irrigando mi sangre, tragué la insípida pastilla que poco a poco me fue durmiendo.
Claro sin saber que mi vida aprendía de un hilo, yo me dormí con la esperanza que podría despertar y volver a contemplar las caricias de mis hijos: Dennis de 11 años y Nicole que recién había cumplido tres.