Solía decir el caudillo Emiliano Zapata: «Yo estoy resuelto a luchar contra todo y contra todos, sin más baluarte que la confianza y el apoyo de mi pueblo». Esta voz que gritó hace ya un buen tiempo pareciera resurgir en la voz de los sin voz, es decir, en el pueblo salvadoreño, que ha tenido su respaldo en la fuerza liberadora del presidente de la república.
La historia se compone de la dialéctica como realidad física y metafísica, donde el mismo cambio lleva al inicio, es decir, a la comunidad primitiva, donde la fuerza del control de la comunidad residía en toda la comunidad. La realidad palpable que está viviendo el país denota el surgimiento de un origen envuelto en tragedia; este sufrido pueblo ha decidido tomar entre sus propias manos la autonomía de la república y los poderes de Estado que emanarán de lo que el mismo pueblo confiera.
Ha empezado el final de la oligarquía salvadoreña y debe dar paso a un liberalismo progresista, en el que la democracia tenga por apellido: «pueblo». No hay duda de que el momento propicio desde lo objetivo y subjetivo se ha posicionado en la palestra social y política salvadoreña; es condición oportuna, de embarazar al pueblo del mismo pueblo, y que nazca la evolución del desarrollo económico, social, político y valorativo de la nación salvadoreña.
No existe lucha sin ideal, ni ideal sin lucha; de ahí la imperiosa necesidad de dar paso agigantado a los cambios suscitados en la patria y poder así montar sobre la república la segunda república, una en la que la democracia sea el nombre y tenga por apellido al pueblo. Por lo tanto, el caos político y social que está emergiendo como pólvora no es un desorden al azar, es proceso abierto, en la dinámica del sistema nuevo que surge entre el llanto y la desilusión del pueblo salvadoreño.
Todo tiene su momento, cada cosa se encumbra bajo su propio espacio y fundamento; así el país planta la muerte de la oligarquía salvaje y pone desde ya los fundamentos de una razón nacida del poder popular. Claro está: este poder popular nada tiene que ver con ese cantillo hipócrita del socialismo; al contrario, es una verdad ineludible nacida del dolor del mismo pueblo. El malestar existencial es tal en los ciudadanos, o por lo menos en la mayoría, que, independientemente de las dudas que se puedan tener sobre los nuevos gobernantes, han tomado la decisión de darle paso a la modernidad de ideas y de acciones políticas, con el fin de permitir más fruto y menos hoja.
Ya las sagradas escrituras cristianas, en Mateo 9:16, nos dicen: «Nadie pone remiendo nuevo en vestido viejo; porque tal remiendo tira al vestido, y se hace peor la rotura». Pues bien, esa es la analogía que el poder del oprimido ha decidido tomar como cimiente de la nueva república, no más permitir que la sombra del pasado se mezcle con la nueva claridad. Ciertamente se visualizan días complicados, pero cuando el tren de la verdad y la justicia empieza su marcha, ni el caos, dolor o amenaza lo detendrán.