Ella, sin embargo, era ajena a su belleza. Aunque le gustó más de algún chico durante el tiempo de escuela secundaria, había decidido consagrar su vida a su madre, Josefina, y al catequismo. Pensó alguna vez en tomar los hábitos y convertirse en monja.
Una oscura noche de un sábado de mayo, un grupo de sujetos armados le salieron al paso a María y a su madre, venían de un velorio y caminaban a la luz de la luna en la calle de Palo Grande a Tecomatepe. Los malvados saciaron sus instintos carnales con María, y dejaron una huella que nueve meses más tarde acabaría con su vida.
Se trató de un asalto armado, pero la belleza de aquella mujer no pasó desapercibida. La violaron en manada y al poco tiempo se enteró que estaba embarazada. Tuvo intenciones de abortar, pero no se lo permitieron la conciencia y los principios cristianos.
Aunque no era un fruto deseado, María llegó a amar a Marcelito en su vientre, pero solo lo vio pocos minutos. Depositó su confianza en una partera y murió de hemorragia la misma noche que dio a luz. Eso sí, hizo jurar a su madre que lo criaría hasta que Dios le prestara vida.
Diez años duró la promesa de crianza. Marcelo, criado con leche de cabra, quedó solo y fue enviado a un orfanato. Ahí pasó la adolescencia hasta que llegó a la mayoría de edad y se convirtió en seminarista.
En el lecho de muerte, doña Josefina, una mujer de carácter fuerte, contó a su nieto el desafortunado destino de su hija, su madre. La noche que la violaron se dio también el desinterés de la policía por investigar el caso, la apatía de las enfermeras en el centro asistencial donde fue atendida, la poca eficacia de la Fiscalía para robustecer las pruebas y el corrompido sistema judicial que dejó libres a los sospechosos.
Sin madre desde su nacimiento, sin padre y sin abuela desde los 10, Chelo, como le decían sus amigos, no tuvo más consejos que los dictados por las religiosas que dirigían el hogar de huérfanos. Como no tenía donde acudir, a diferencia del resto, se quedaba como león enjaulado los fines de semana, y no le quedaba más que escuchar las historias de amor que le contaban los otros adolescentes a su regreso al internado.
Chelo creció con la Biblia bajo la almohada, no había noche que no la escudriñara, pero tampoco noche en que no observara la vieja fotografía desgastada de su madre, que la guardaba en un pequeño baúl de color marrón oscuro. También recordaba las últimas palabras de su abuelita clamando, a su modo, venganza.
Cuando se enlistó como seminarista, Marcelo sorprendió a las autoridades eclesiales por sus conocimientos teológicos. Al cabo de unos meses ya daba la palabra y se había ganado el cariño de sus compañeros seminaristas y de las religiosas.
Una tarde de octubre, Marcelo fue enviado junto con una religiosa a oficiar un servicio en un cantón de San Fernando, Morazán. El oficio estaba programado para el siguiente día, y Chelo, junto con la monja, pasó la noche en una pequeña posada del municipio.
Nada sucedió en el camino, pero después de unas copas de vino tinto en la cena, el panorama cambió para Chelo que irrumpió en la habitación de la religiosa, sació sus instintos sexuales teniendo como testigo fiel de esa noche de pasión las paredes de adobe y la vieja sábana, que quedó teñida de rojo.
Nadie vio ni escuchó nada, la monja entre los deseos y el nerviosismo vio caer sus hábitos y el sello de virginidad que había cuidado con recelo. Al día siguiente, bien con el cantar de los gallos desaparecieron sin decir nada.