Es un deber absolutamente poético conocer el clímax del ser y sus extremidades cuando inicia el descenso, su andar periclitado, en las sombras de la agonía, cuando ya no hay música en sus nervios, cadencias en su voz sonora, sino sortilegios de hambre en sus heridas y mansedumbre en su corazón. Este es el peor de los síntomas porque anuncia la perdición de todos sus sentidos; la colisión de los sentimientos, el alboroto de fieras interiores que demandan comprensión y amor en todas las dimensiones de lo subliminal del pensamiento. Son esos los tiempos en que perdemos la conducción de nuestras vidas, el timón queda a la deriva y no encontramos respuestas al silencio, la distancia y los vientos huracanados que nos atormentan: llegamos a viejos. Desvariamos, sordos, olvidamos el presente y el camino se hace muy angosto, ceñido al tambalear desequilibrado del horizonte inmediato. Se dejan a un lado los sofismas y las pretensiones del conocimiento. Sabes que hay un promedio de vida tácito y necesitas mantener las medidas exactas de tus propios tiempos o in significarte, abstraerte de fuegos y juegos vanos… o avanzar así sencillamente a paso de redoble, como sean los impulsos de tu realidad, acercando impunemente los extremos del recuerdo y el siempre nuevo acontecer; porque lo único cierto es que el tiempo sigue delante de nosotros y tenemos el mandato original de seguirlo, alcanzarlo, llegar juntos a las metas que nos imponga el diario vivir. Respirar suave y profundo al llegar a cada una de ellas y seguir hasta que sea el final, sin miedo, con mucha fuerza y decisión, cumpliendo cada décima de segundo con nuestra razón de ser humanos, hasta que en ese final se cierren los ojos… se detengan los sístoles y diástoles al mismo tiempo que nuestras ambiciones de más amor se acaben con el último aliento…
Entonces ya las reflexiones por nuestro quehacer, los arrepentimientos y golpes de pecho no valdrán nada. Será la muerte contra la vida ya vivida y definitiva en el misterio humano, que te da tantas oportunidades casi desde la niñez misma para reacomodar, ordenar en el horizonte sueños y grandezas del alma, sin ataduras, ni misterios, ni mandatos exógenos o endógenos más que tus sentidos, tu razón y la formación positiva que adquieras desde el hogar. Porque la negativa tiene en tu cerebro desde el primer aprendizaje un rechazo biológico. Los sentidos responden, según estudios neurológicos, al 80 % de las opciones positivas. A eso sumamos, para ser más optimistas, que en todos los casos normalmente humanos el mensaje de los progenitores, del Estado, de nuestra inteligencia siempre será positivo. Solo una evidente distorsión, trauma, enajenación podría torcer las cosas tempranamente, pero aun en el desarrollo de la existencia se encuentran o se buscan soluciones para enderezarse.
Llevamos en nuestra naturaleza la posibilidad de tomar muchas opciones por la capacidad del libre albedrío, y el manantial de poesía que tiene la vida nos inspira. Sin embargo, en nuestro crecimiento social topamos con influencias que por inmadurez, ignorancia o imposición terminamos aceptando y hasta haciéndonos creyentes y militantes activos, sin que en realidad sean beneficiosas; pero una vez entronizadas en nuestras mentes nos hacemos fanáticos aprobando ciegamente aun lo negativo, perjudicial, de esas influencias.
Habremos perdido nuestra capacidad de análisis y comprensión de los objetivos que nos afectan. Esto pasa sobre todo con doctrinas religiosas y políticas o concepciones existenciales extremas, donde llegamos incluso a exponernos a riesgos impredecibles que atentan con nuestras vidas. A expensas de que esas influencias provienen fundamentalmente de intereses muy concretos del «bienestar» de sus proponentes en todos los casos. Entonces, el final del camino nos pertenece solo cuando escogemos las mejores opciones.