La reciente visita a Taiwán de Nancy Pelosi, presidenta del Congreso estadounidense, ha servido para desnudar la actual geopolítica planetaria. La misma expresa una decisión del bloque que controla el poder en Estados Unidos, el cual ha decidido, a contrapelo de los riesgos eventuales, terminar con la globalización planetaria y regresar a un estado de situación parecido al que funcionaba antes del derrumbe de la URSS y antes de que China se transformara en lo que es hoy: la primera economía capitalista del planeta.
EE. UU. y sus aliados celebraron aquel derrumbe y diseñaron un mundo donde Rusia y China se convertirían en maquilas productoras de mercancía y fuentes de materias primas estratégicas para el capitalismo occidental. Al paso de los años, ese sueño se transformó en una pesadilla encubierta, China no es esa maquila, ni Rusia la proveedora. Ambas economías funcionan hoy a partir de acuerdos estratégicos, dentro de una alianza de gran trascendencia histórica. En tanto, EE. UU. se debate en una aguda crisis política y económica, con altas tasas de inflación y con descrédito de sus dos partidos políticos tradicionales, pagando costos elevados por haber desplazado a otros países sus plantas de producción. EE. UU. resulta ser hoy el mercado de otros países y ha dejado de ser la fábrica planetaria con la que siempre soñaron.
Las soluciones militares siempre le funcionaron a Washington hasta que empezaron a perder las guerras y la OTAN pasó a depositar las posibilidades de contar con un ejército planetario para usar sangre europea e imponer a la fuerza la política de EE. UU. en todo el planeta. Este diseño también tiene crisis y esta se puede apreciar en la actual confrontación entre Rusia y Occidente en el territorio de Ucrania. Aquí encontramos a Europa dividida, a sus dirigentes gubernamentales sembrando crisis en sus países y provocando protestas populares, y a EE. UU. aprovechando vender su gas a precios superiores al ruso. En Ucrania, sin embargo, Rusia desarrolla un juego diferente al estadounidense, estableciendo nuevas reglas.
Taiwán es una isla china llamada Formosa, que en portugués significa ‘tierra hermosa’. Durante la guerra revolucionaria china, en la década de los cuarenta del siglo pasado, fue el lugar donde se retiró el ejército nacionalista de Chiang Kai-shek, huyendo de las tropas del Partido Comunista Chino dirigidas por Mao Zedong. EE. UU. apoyó de inmediato a este gobierno anticomunista e hizo de la isla una fortaleza económica y militar.
Para la República Popular China, la política de una sola China es eje fundamental de su existencia y, aunque EE. UU. solo tiene actualmente relaciones diplomáticas con China y no con Taiwán, mantiene frente a esta isla una política que ellos califican de ambigua, porque siempre han asegurado la asistencia militar a Taipéi, que ha funcionado como un obstáculo para impedir el acceso pleno de China al océano Indo-Pacífico.
La visita de Pelosi se inscribe en este escenario estratégicamente desventajoso para EE. UU. ya que aquel juego llamado «la globalización», que ellos celebraron victoriosamente, al final lo han perdido y China lo ha ganado; por eso, es lógico pensar que China no está interesada en terminar ese juego, pero sí EE. UU. Hay que esperar, por lo tanto, que Washington reconozca a Taiwán, en un aparente retorno a la antigua política imperial, y que China establezca un nuevo juego con sus propias reglas, de tal manera que la respuesta china no sea simplemente a la provocación de la visita de Pelosi, sino a la política de EE. UU. en Taiwán y a las nuevas condiciones planetarias, es decir, a un nuevo orden correspondiente a un mundo multipolar, que deseche la unipolaridad actual, donde Occidente busca imponer su voluntad omnímoda.
Esto y no otra cosa es lo que está en juego tanto en Taiwán como en Ucrania.