El final de la violencia de los grupos delincuenciales está muy lejos de llegar mientras esta sea impune, sobre todo en las esferas más altas de la sociedad y en las estructuras que manejan el mercado de capitales. Un país donde florezca la corrupción en todos los niveles, justificándose esta como «modus vivendi» u «modus operandi» para soportar el equilibrio sociopolítico tendrá en sus vertientes un inevitable crecimiento de efectos solidarios, como genes que alimentarán su desarrollo: delincuencia.
Y esta no nace, como muchos piensan, de la marginalidad, entre las clases desposeídas. No son productos autóctonos de un medio social determinado, sino engendros de toda una cultura poseída, construida, edificada por los contravalores humanos que nos llevan, empujan, por el camino de la ambición, la envidia y el egoísmo. Pero ese es un camino hasta válido cuando lo enfrentamos como ley de supervivencia, y no solo en nosotros, sino absolutamente en todas las especies vivas de la naturaleza.
Para regular esa carrera distorsionada de supervivencia el hombre crea leyes, límites, canales de distribución de todo el universo social que lo envuelve o que construye; establece parámetros de enriquecimiento, niveles de crecimiento proporcionales al haber y deberes que produce su actuación como ente social: política.
Pero cada ser humano es un mundo y diferente genéticamente al otro ser humano, y sus intereses y concepciones tienen un contexto diferente. Todas esas leyes o intereses que propone la acción política de un grupo pueden no ser convenidas ni convenientes para el otro par. Entonces, la carrera por la supervivencia tiene para él otras dimensiones de realidad. Incluso para ese individuo que cree estar unificando para llevar a cabo una política con objetivos beneficiosos para el conjunto, sus valores humanos se distorsionan y terminan en corrupción, malversación y robo: nuestra historia, casi desde la Colonia hasta el final de los gobiernos anteriores.
En esa historia se creó la delincuencia que nos convirtió en el país más peligroso del mundo. De esa estirpe de politiqueros y corruptela como ejemplo para el pueblo; como motivación de barbarie y perversión para el crecimiento de la delincuencia, que no tuvo otras alternativas para la supervivencia; delincuencia en todas las esferas sociales y políticas: un Estado delincuencial era el que teníamos y esas estructuras que hoy se reprimen para darle paso a un nuevo país fueron su producto.
Hoy se harán todas las diligencias que sean necesarias para reincorporar a la sociedad a todas estas personas mediante un juzgamiento con todos los derechos que ofrecen nuestras leyes. Habrá tratamientos justos con base en esos juicios legales y pronto se irán convenciendo de la necesidad de conducirse por caminos de la producción y el trabajo honesto, honrado, gracias a un Gobierno que los estimule con su propia autoridad moral, demostrando las posibilidades de una acción política que beneficie a su pueblo. Como decíamos antes, convenimos que si desde esas altas esferas del Gobierno y las entidades o estructuras de esa alta sociedad se da un buen ejemplo, no habrá razones intrínsecas ni extrínsecas para fomentar la creación de bandas delincuenciales.
En los «Diálogos», de Platón, se recuerda una frase, nuestra virtual esperanza: «Nunca hay que desanimar a nadie que continuamente hace progresos, no importa lo lento o hasta lo errado que vaya. Cualquier hombre puede fácilmente hacer daño, pero no todos los hombres pueden hacer el bien a otro. El hombre inteligente habla con autoridad cuando dirige su país como su propia vida».