Aldous Huxley escribió hace 90 años «Un mundo feliz», la quinta novela más exitosa del siglo pasado. Es una suerte de utopía tramposa, o bien irónica, porque revela un mundo que ha eliminado la pobreza, que ha alcanzado la paz absoluta; un mundo sin pobres y sin guerras. Pero para llegar a ese estado de felicidad previamente se habían eliminado el arte, la ciencia, la religión, el amor y otras conquistas o tesoros de la vida humana y de nuestras sociedades.
Huxley ridiculizaba, a su manera, a pensadores, intelectuales, filósofos de su época que miraban muy parcialmente la realidad o bien la ignoraban.
La negación parcial o total de la realidad es un mecanismo estudiado por la psicología desde sus orígenes. En un anterior artículo publicado aquí, en «DES» (miércoles 20 de abril), me referí a la negación como mecanismo de autodefensa a partir de la metáfora de la bestia en el jardín: la familia hace como que sigue su vida normal, pero se ha clausurado su salida al jardín por la presencia —negada— del dinosaurio y, desde luego, su vida ya no es posible. Solo se sobrevive con la negación.
Usé esa figura metafórica para graficar cómo durante un cuarto de siglo se vivió en El Salvador con la presencia de la bestia —las pandillas, el crimen organizado— en el jardín —nuestro territorio—.
El sociólogo y consultor Eduardo Fidanza se ha referido a ese mecanismo de negación de la realidad a raíz del conflicto en Ucrania. Analiza las manifestaciones de intelectuales y periodistas en torno del tema, quienes para sostener sus opiniones niegan tozudamente la realidad y los hechos.
Dice Fidanza: «No sorprende que los medios audiovisuales hayan simplificado los hechos porque, aquí y en el mundo, tienden a regirse por los deseos de sus audiencias cautivas. Dan qué pensar, en cambio, los argumentos de intelectuales de prestigio y trayectoria».
De manera simplista, podemos señalar que existe un relato —exacerbado desde que Rusia invadió Ucrania— que constituye una clara negación de la realidad mundial y una exaltación de la «occidentalidad».
Para ese relato, vivimos en un mundo más feliz que el de Huxley: se niegan la pobreza, la exclusión, las inequidades, las dramáticas manifestaciones de un mundo que registra los niveles más desiguales de distribución de los bienes y las riquezas. Hay centenares de millones de migrantes que huyen de sus países, parias que son sometidos a violencia, persecusión, explotación, que constituyen un submundo transparente a los ojos de pensadores y periodistas enamorados de su relato de «libertad de expresión» y del imperio de la democracia occidental, como modelo superior de la organización social.
Además de la negación de los dramas generados por ese modelo democrático idealizado hay, además, otro mecanismo deformador de la visión de la realidad que muestran esos defensores del relato del mundo feliz: la mirada conservadora que ha quedado aferrada al pasado y que les impide siquiera mirar hacia el frente.
Sus reacciones ante un fenómeno disruptivo son de irracional rechazo. Nuevos liderazgos, nuevas ideas que no responden a los viejos dogmas, los empujan a aferrarse a esos modelos ya caducos.
El conflicto Rusia-Ucrania y su efecto mundial no pasará sin dejar una huella profunda en el corto y mediano plazo. Ya antes de desatada la invasión rusa, el orden planetario impuesto tras la caída del Muro de Berlín ha comenzado a caer sin que un nuevo orden se muestre aún con claridad.
Aquí, en nuestro país, tenemos, quizá, el ejemplo más claro con la irrupción, hace 10 años, de Nayib Bukele en la vida política de El Salvador y desde hace tres años en el ejercicio del gobierno. El 90 % de aprobación de la población a su persona y su Gobierno no modifica en nada ese pensamiento conservador y negador conque nutren su relato los decadentes medios de comunicación y su séquito de «intelectuales» y «pensadores».
Ha sido suficiente que se iniciara la guerra contra las pandillas para que los declamadores de los derechos humanos atacaran al Gobierno.
Ninguno de ellos ha vivido jamás en una comunidad, colonia o caserío «tomado» por las maras. Ninguno de ellos jamás ha pagado renta a los criminales. Ellos viven del dinero negro que manejan las ONG o sus «donantes». Ellos forman parte del 9 % de quienes defienden los derechos de los criminales, mientras bailan en la cubierta del Titanic.