«Para recuperar el sentido común de la decencia es preciso regenerar el sistema y establecer un nuevo pacto social».
Un titular como el de esta columna en la primera plana de cualquier periódico, hasta bien entrados los años setenta del siglo pasado, era totalmente extraordinario y ponía en tensión a la sociedad.
El forajido en cuestión solía ser un ladrón, un asesino o las dos cosas, y las buenas gentes se guardaban en casa ante la amenaza de que el criminal anduviera suelto y quizá merodeando por las calles del vecindario.
A pesar de la pobreza económica y del autoritarismo político, el sentido común, al menos en el pueblo llano, estaba regido por la decencia y el respeto a los semejantes. El abuso y el crimen eran la excepción.
Pero, ya de modo más palmario a partir de los años ochenta, hubo un momento de inflexión en que todo empezó a cambiar hasta que la situación se invirtió por completo: la regla pasó a ser el abuso y el crimen, y lo que se volvió excepcional fue la decencia y el respeto a los demás.
Sin embargo, no fue el pueblo llano el que viró hacia la maldad, fueron los líderes de las esferas públicas y privadas: el cáncer de la corrupción (dinero fácil y mal habido) se incubó y se desplegó en las alturas de los poderes políticos y económicos, institucionales y mediáticos. Esos altos poderes del cuello blanco pactaron en lo oscurito con el crimen organizado del bajo mundo. Desde ahí, el cáncer de la corrupción hizo metástasis y ciertamente comenzó a impregnar poco a poco todo el cuerpo social hasta convertirse en el nuevo sentido común: la vivianada y el subterfugio como el método más efectivo para la sobrevivencia y el ascenso.
En la sociedad se hizo carne y sangre el viejo y célebre retruécano de la poesía popular: «En tiempos de las bárbaras naciones, de las cruces colgaban los ladrones; pero ahora, en el siglo de las luces, del pecho de los ladrones cuelgan las cruces». La antigua línea divisoria entre la fortuna heredada y la fortuna robada se diluyó enteramente.
La prueba máxima de todo lo expuesto es que, en nuestro país, como en casi toda América Latina, todos los expresidentes, casi todos los políticos y muchos grandes empresarios están bajo sospecha, o ya incursos en procesos judiciales, o ya en la cárcel o a punto de entrar en ella.
Sin embargo, el sistema se autoprotege y, al final, lo normal es que ese peligroso delincuente siempre escapa y esa fuga ya ni nos sorprende ni alcanza las portadas de los periódicos. Si la justicia se pone en venta, no hay ningún problema en comprarla.
Esto es lo evidente: lo que se pudrió no fue un grupo de individuos listillos y voraces, sino todo el sistema, sus leyes e instituciones. Para recuperar el sentido común de la decencia es preciso cambiar todo eso y establecer un nuevo pacto social.
La buena noticia es que la inmensa mayoría social, el pueblo llano, está exigiendo a gritos ese cambio y que, pese a las provocaciones, ha decidido realizarlo por medios pacíficos y democráticos en las urnas.
Es imposible que la desesperada resistencia de una élite corrupta triunfe sobre el interés general, sobre la voluntad manifiesta del pueblo soberano y decente.