«La paz no es solo la ausencia de guerra», dijo el papa Francisco en el ángelus del Año Nuevo. «La paz está en la vida, pero no es solamente ausencia de guerra, sino que es rica de sentido, planteada y vivida en la relación personal y el compartir fraterno con los demás». El mensaje era universal, pero al escucharlo pareció como si esas palabras estuvieran dirigidas especialmente a nosotros, los salvadoreños.
Es que aquí la guerra ha sido tan reciente y sus recuerdos tan dolorosos que nos hemos aferrado a la idea de que ya alcanzamos la paz. La realidad es que no es así: aún nos rodea la violencia. Está en los hogares, traumatizando la vida de tantas mujeres, niños y niñas. Seres vulnerables que viven un verdadero infierno cada día; en la inseguridad provocada por pandilleros y delincuentes en general, que década tras década se han extendido por nuestras comunidades, a tal punto que en el exterior hemos sido tristemente señalados como el país de las maras. Frente a esto, se pueden apreciar los resultados de las políticas de seguridad y de prevención de la violencia del gobierno del presidente Bukele, con disminuciones drásticas en todos los indicadores. Son los primeros pasos de un proceso de pacificación necesario para que nuestro país avance.
Se ha señalado ampliamente que una de las situaciones más violentas que puede vivir una sociedad es la percepción de la injusticia. Los sectores postergados en la sociedad de consumo conocen cuáles son los bienes a los que no pueden acceder. Y por la magia de las comunicaciones pueden ver cómo es el modo de vida de la gente que tiene recursos económicos. Sus casas, sus comidas, sus ropas, sus carros. En varios países del mundo, como Brasil, Chile, Francia y otros, hemos visto multitudinarias protestas originadas por esta situación, en la que las clases más bajas de la escala social advierten que se les niega un futuro mejor cuando las políticas de ajuste siempre recaen en los que menos tienen, sin afectar a los más privilegiados.
En nuestro país no se han dado estas protestas, no ha habido un detonante como el aumento del boleto de transporte o un nuevo impuesto. Las medidas antipueblo han sido aquí directamente una constante. Digamos que lo normal ha sido gobernar, legislar o hacer justicia favoreciendo a unos pocos. El «compartir fraterno» del que habla el santo padre no se ha manifestado en ninguna de las áreas que nos constituyen como comunidad. En salud, educación, vivienda, recreación, alimentación y transporte, las inequidades son notorias y duelen. No es solamente la falta de solidaridad lo que está a la vista, sino pecados mayores como el egoísmo, la codicia y el robo. Por eso, entre las buenas noticias que nos deja este trágico 2020, se destaca el hecho innegable de que los salvadoreños nos aprestamos a imponer a través de las urnas un cambio que le ponga fin a esta brutal exclusión. Ya se ven algunos símbolos que indican cómo será esa nueva realidad que todos ansiamos.
Entre otras, una familia muy humilde recibió para esta Navidad una vivienda confortablemente equipada y con detalles de terminación finalizados. Sorprendió observar los cortinados hechos a medida, las habitaciones de los niños decoradas con colores alegres y otros tonos cuidadosamente elegidos para el resto de los espacios. La señora que recibió las llaves agradeció a Dios y al presidente «porque me dieron mi casa». Y sí, le dieron «su» casa, una bien bonita, aquella que por derecho le correspondía. Esa es la paz que predica Francisco.