«Somos las historias que nos contamos de nosotros mismos». Esta máxima aplica a personas y pueblos. Nos autodefinimos a través de la construcción de significados sobre los hechos acontecidos en nuestras vidas, individuales y colectivas. Por supuesto, estos significados cobran sentido en nosotros mediante la narrativa que los acompaña y el sentido, positivo o negativo, que le damos a esta.
En términos colectivos, la narración historia y el sentido histórico acompañan la construcción del mito social, que a su vez se construye desde el poder, es decir, desde las estructuras de la organización social. En términos contemporáneos, la construcción del mito social, es decir, la historia que nos contamos de nosotros mismos como país, se enseña a través del sistema educativo. El nuestro en concreto arrastra muchos vicios y defectos de método y contenido, esto ha derivado en un autoconcepto nacional muy deficiente, un desprecio por las artes y un desconocimiento general de nuestra historia fuera de los arquetipos anacrónicos de las reformas educativas de mediados del siglo pasado y sesgada por la visión de docentes que se sentían más comprometidos con su sindicato marxistoide que con su labor educativa. Es evidente que debe hacerse un esfuerzo planificado para cambiar todo esto; no será fácil, tomará tiempo, pero es necesario.
Algo de lo que también se habla poco es sobre el mito fundacional. En el caso de nuestro continente tenemos la particularidad de que los Estados que resultaron después de la época colonial anglofrancesa en el norte y de la época virreinal española y portuguesa en el centro y sur tienen apenas 200 años, y si se hace un esfuerzo serio puede identificarse con relativa facilidad y, por qué no, redefinirse.
Es importante porque analizar el mito fundacional es plantearnos la pregunta de quiénes somos y sobre todo de quiénes queremos ser, es resignificar el llamarnos salvadoreños, mesoamericanos e iberoamericanos.
También debería ayudarnos a entender por qué países con el mismo tiempo de existencia tienen desarrollos tan dispares. Por qué Estados Unidos es un imperio hegemónico global mientras Iberoamérica sigue, en el mejor de los casos, en vías de desarrollo.
Tenemos que entender que Estados Unidos nació con identidad y propósito en una dirección clara, algo que eventualmente llamaron «destino manifiesto», y cobró estructura sensible para el resto de los países por medio de la «doctrina Monroe». La hegemonía estadounidense es un mérito impresionante para una nación tan joven. Nació como un Estado federal planificado, a diferencia de nuestros pueblos, que entraron durante sus procesos de independencia en crisis de identidad.
Recordemos que en todos los casos los movimientos de independencia no fueron concebidos ni liderados por pueblos originales, sino por las castas criollas, que, pese a ser minoría, pretendían sacudirse la corona, española en nuestro caso, y consolidar sus privilegios, y lo lograron, pero sin una planificación clara de qué tipo de nación pretendían ser. Por ejemplo, en el caso de las provincias que pertenecieron a la Capitanía General de Guatemala, algunos querían anexarse al Imperio Mexicano; nosotros, El Salvador, no. Incluso llegamos a organizar, de la mano de Manuel José Arce, una expedición diplomática hacia Norteamérica con el propósito de negociar la adhesión de El Salvador a los nacientes Estados Unidos de Norteamérica, misión que nunca se llevó a cabo por diversas circunstancias. Estos hechos derivaron en guerras intestinas en Centroamérica; lo efímero del imperio de Iturbide propició que la región se decantara por el federalismo que desembocaría en los Estados centroamericanos en los que ahora vivimos. Siempre reaccionando a circunstancias externas, ninguno de estos eventos fue genuinamente planificado.
El caso es que este proceso de independencia terminó dando a luz a países cuyos pueblos han sido instrumentalizados de forma alterna por conservadores y pseudoizquierdas para los propósitos mezquinos de cada uno según la época, mientras muchos en el pueblo llano se conforman con la noción y convicción de que tenemos el potencial de ser todo lo que queramos pero que por culpa de otro, sea el oligarca explotador, el comunista destructor, el imperio opresor o el vecino traidor, no terminamos de ser toda aquella utopía que debíamos ser, convirtiéndose entonces esta idea en un tipo de discurso de victimización y conmiseración, y esta visión maniquea viene a consolidarse como perverso componente de nuestro imaginario colectivo, que ya lleva 200 años y que favorece el estancamiento y la instrumentalización de nuestras circunstancias.
Entonces, en términos de identidad, mientras un imperio creció y maduró, nosotros permanecimos en una especie de complejo de Peter Pan, pueblos que no acaban de madurar pero que se congratulan en la idea de la potencialidad de llegar a ser lo que queramos. El problema con esa visión es que la idea de llegar a ser lo que queramos implica que no somos nada aún, e implica que para que esa potencialidad se convierta en acto, es decir, en un hecho concreto, debemos pasar necesariamente por una etapa de trabajo y sacrificio que enfoque esfuerzos y dé, por tanto, frutos.
Esto pasa necesariamente por una reconstrucción de identidad y redefinición de valores, establecimiento de propósito, de objetivos y también implica un sentido colectivo de compromiso para que ese potencial se realice positivamente.
Debemos desprendernos de la victimización y del mito del ofendido; debemos caer a cuenta que si no actuamos por nosotros mismos y dejamos de esperar que nos rescaten no podremos abandonar ese síndrome de Peter Pan cultural. No debería ser difícil el cambio de mentalidad social, después de todo, ¿quién quiere ser el rey de los niños perdidos?
Sin embargo, este cambio de mentalidad no va a suceder por sí solo; el liderazgo es importante, la formulación de propuestas audaces para transformar el sistema, la academia debe hacer su parte, el arte debe proyectar y resignificar elementos en todas sus ramas, el sistema educativo debe reformarse profundamente y, sobre todo, nosotros debemos creer en la necesidad de refundar nuestro país y reformular nuestra identidad.
No creo en el destino, manifiesto o no, pero sí en el poder de la voluntad y la determinación. Tomemos los mejores ejemplos de desarrollo como inspiración para trazar un nuevo camino y reencontrar el espíritu de nuestro pueblo.
Existe un concepto en alemán muy asociado a Hegel y su filosofía de la historia: «zeitgeist», que puede traducirse algo así como «el espíritu del tiempo» o del momento, entendiéndolo en el fondo como el espíritu de un determinado pueblo, que es lo que representa un momento fundamental en el proceso de la historia.
Creo que ciertamente, y casi sin darnos cuenta, ya estamos en el proceso de refundación de nuestro país, ese es el espíritu de este momento. Podemos o no estar de acuerdo con lo que está pasando, pero no podemos negarlo ni detenerlo. En ese sentido, entender que hacer berrinche no es oposición es imprescindible, y si a esa comprensión le sumamos el tomar plena conciencia de nuestro actual «zeitgeist» y actuamos en consecuencia, aun estando en desacuerdo, podemos sumar positivamente al resultado final, y sin duda consolidaremos un momento crítico en nuestra historia nacional. Como dice una frase atribuida a Alejandra Magno, «de la conducta de cada uno depende el destino de todos».