Como era costumbre, en la Semana Santa esperábamos impacientes las tortas de pescado —o pescado envuelto— de doña Enma. Una tradición que mantuvo por muchos años. Todo comenzaba con el rito de ir, una semana antes, al muelle del puerto de La Libertad a comprar el pescado seco. Había que saber escoger el pescado, que «tenía que ser bagre, por ser el más carnudo», decía ella. Luego venían los garbanzos: «Tienen que ser crudos, nada de babosadas de andar comprando enlatados; esos se aguadan en el primer hervor y se deshacen», afirmaba categóricamente.
Desde el día anterior ponía el pescado en agua para quitarle la sal, pelaba los garbanzos, le ponía repollo, y todos los vegetales necesarios para que el recaudo no solo quedara espeso, sino que tuviera ese toque especial. Después de todo, era su receta, que me imagino heredó de su madre y esta de su abuela.
Ya el viernes antes de que terminara la Semana Santa llegábamos puntuales a la hora del almuerzo varios de Meridiano, Thirza, Diego, los vecinos de la cuadra donde vivía y, por supuesto, sus hijos, William, Patty y Santi. Era todo un festín, con platos desfilando uno tras otro con sus respectivas tortas de pescado, sin faltar el arroz que ayudaba a mezclar el recaudo en una explosión de sabores que saturaban el paladar y quedaban grabados en la memoria todo un año, hasta la próxima Cuaresma.
Para cerrar el banquete venían los mangos y jocotes en miel. Igual que el pescado envuelto, esa era otra faena que requería una labor encomiable. El secreto estaba en la calidad del jocote y la cantidad justa de dulce de panela, para que la semilla del mango y del jocote quedaran completamente chupados.
Doña Enma era una mujer de armas tomar, que con el tiempo se convirtió en una segunda madre para mí. Siempre con un consejo sensato, práctico, como solo puede venir de una mujer cuyas arrugas y canas guardaban las memorias de una vida intensa. Se crio en las riberas del Lempa, cerca de El Paisnal y Aguilares, y se sentía orgullosa de ser chalateca. Desde cipota formó parte de las comunidades de base cristiana creadas por el padre Rutilio Grande, su mentor. Por las precarias condiciones de su gente asumió con el tiempo un compromiso social que la llevó a la cárcel y al exilio. Vivió parte de la guerra de El Salvador en Nicaragua, junto a sus cuatro hijos que terminó de criar a la par de llevar sus tareas, pero eso no la detuvo: se involucró en organismos que apoyaban la repatriación de refugiados en Honduras. Una vez terminado el conflicto, regresó a su tierra y siguió trabajando por el respeto a los derechos de la mujer.
Hizo de Santa Tecla su curul. Se distinguía por ser una mujer pensante, crítica, que cuestionaba permanentemente, y que nunca se dio por vencida, manteniendo siempre sus principios romeristas y del padre Rutilio.
Doña Enma se nos fue hace ocho años. Un cáncer mortal nos la arrebató.
Afortunadamente, Patty, su hija menor, retomó la tradición de su madre. Es ella quien ahora nos pone quietos y nos lleva al actual Mercado de los Mariscos a comprar el pescado. Heredó casi todo de su mamá: saber escoger el pescado correcto, regatear con las señoras del mercado… y guardar en su memoria el toque exacto que le daba doña Enma a lo que ahora llama «sopa de pescado».
Solo que ahora Patty ya no cocina para los 10 que llegábamos antes, sino para más de 30 tragones. Si Santi y yo no andamos buzos, nos dejan solo la cola y la cabeza del pescado.
Tuve la fortuna, en una de esas tantas Semanas Santas, de ir con doña Enma y mi hijo, Diego, a ver las alfombras de Sonsonate, una de mis fascinaciones desde siempre. Recuerdo lo bien que la pasamos, recordando parte de su historia, su profunda fe católica y ese privilegio de sentirme uno de los consentidos de los amigos de mi compadre Santiago.
Patty, te mandaste nuevamente con el pescado, los jocotes y los mangos en miel, tu madre estará orgullosa no solo de darle seguimiento a lo que con tanta pasión disfrutaba al vernos comer con tanto placer, sino por querer mantener el espíritu de familia, que también fue otro de sus dones.