Descender del cerro de Guazapa a Tenango fue más largo y tedioso de lo que esperaba; primero, porque debíamos caminar en pinganilla, y, segundo, porque el camino era escabroso. Aparte de esquivar las piedras con la única luz de las estrellas, tocaba bajar, cruzar y luego escalar la ribera del río Sucio, para entonces, un poquito caudaloso.
Yo en el amanecer de mi vida (nueve años cumplidos) tenía toda la energía del mundo para bajar y trepar, pero a mi mamá, en ruta a los cincuenta, desgastada por la vida (fue madre y padre de cinco), no solo le faltaba visión, sino también la habilidad de recorrer tierras escarpadas.
Mi mamá no solo bajó y subió gateando el río, sino que debió pasar tres días en cama (un trozo de madera) para conseguir que sus canillas se desentumecieran y se redujera la hinchazón por la caminata. Empero, en el territorio guerrillero, el tiempo era lo de menos. La vida se ponía en juego a cada instante y la corredera en busca de refugio era casi a diario.
No terminábamos de acomodarnos en Tenango cuando nos tocó vivir nuestra «primera guinda», palabra nueva que debí adoptar en mi vocabulario, que significaba «huye, sálvese quien pueda». Así que con la amenaza de que el ejército había montado una invasión en la zona, escapábamos a refugiarnos en la orilla del río Quezalapa, mientras pasaba la amenaza.
No recuerdo con exactitud qué mes del año era, debió ser agosto, porque un tiempito después llegó Navidad, y la tengo presente porque me quemé la garganta con un «trago de chaparro», y fui testigo luego de cómo los «muchachos» con sus fusiles terciados, luz de lámpara Coleman y a ritmo de un viejo tocadiscos celebran la Nochebuena.
Había que celebrar porque el día siguiente no era garantía para nadie. Presencié muchas veces cómo se formaban, recibían indicaciones, rompían fila, salían por la noche a poner emboscadas a la calle hacia Suchitoto y, en su regreso, por las madrugadas, algunos no volvían más.
Así, pues, me acostumbré a ese ritmo de huir a cada bombardeo y ver muertos con frecuencia, pero jamás vi tantos juntos y sentí tanto miedo como en febrero y marzo de 1983.
Entre el 28 de febrero y el 1.º de marzo de ese año, en tan solo dos días, un total de 350 campesinos perdieron la vida en la zona de Tenango. La metralla del desaparecido Batallón Atlacatl fue la responsable de unas 100 muertes, y el resto pereció por las bombas de los A-37. La acción militar dirigida por asesores estadounidenses se conoció como Guazapa 10. Un hecho que para 1983 era silenciado y solo narrado desde el sesgo del bando victimario.
Esta emboscada fue dirigida a la gente que acompañaba o vivía cerca de la zona que dominaba la guerrilla e intentaba eliminar todo posible apoyo a los combatientes. Creo que fue un milagro sobrevivir. Mi madre y yo nuevamente salimos ilesos de los bombardeos, pero vimos la muerte en el rostro de niños, ancianos y gente amiga. Ahora son imágenes que se quedan petrificadas en el recuerdo.
Las balas nos llovían, mientras el napalm incendiaba los guatales y la gente a nuestro derredor herida clamaba a Dios, buscaba refugio, huía despavorida, y el llanto era imparable como las explosiones de las bombas. Solo recuerdo que rezaba mucho el padrenuestro y el avemaría, y deseaba que desaparecieran aquellas escenas de dolor y miedo.
Aún tengo presentes a los niños y ancianos boca abajo entre las heces, entre dos piñales que conectaba a una reseca quebrada. Muchos, aturdidos por el ruido ensordecedor de los aviones y el bufido de las ametralladoras 50. No sé en que momento mi mamá y yo nos perdimos uno del otro, pero lo cierto es que cada uno, corriendo por su vida, nos volvimos a encontrar hasta por la noche.
Después de esa amarga y triste experiencia, mi hermano, mi madre y la realidad decidieron que debíamos volver. Lo mío no era vivir allí, aunque ya alcanzaba la edad para convertirme en un Miguelito. Es el nombre que se le daba a todo niño que convivía con los combatientes y que participaba en el traslado de mensajes y armas en las zonas de fuego. Estaba dispuesto a asumir tal responsabilidad de riesgo y, de hecho, cumplí algunas misiones, pero el Guazapa 10 desalentó a mis mayores. Y yo, después de semejante barbarie, ya no quería vivir en ese medio.
En esa ocasión, el instinto de sobrevivir nos llevó a emprender una caminata de cinco días de peripecias que nos condujo sin planificarlo hacia Chalatenango. Llegamos hasta un lugar conocido como El Alto, en las cercanías de San Antonio Los Ranchos. Llegar allí constituyó una odisea, como el cruce del lago Suchitlán durante la noche para evitar ser blanco de los soldados o guardias nacionales que vigilaban la zona de la presa del Cerrón Grande. El lago, desde la zona de Copapayo, lo crucé dentro de un cayuco, y los menos afortunados lo hicieron a nado, aferrados a troncos de madera.
Las jornadas de caminar eran de 12 horas, y en ese bregar de la vida comprendí que Dios me amaba, y que siendo solo un niño tenía un destino diferente. Al llegar a El Alto y haber comprobado que estábamos seguros, decidimos regresar a Tenango. A nuestro regreso, no sé de donde pero se destazó un buey y hubo sopa de res para todos. Llevábamos cinco días sobreviviendo con agua y pedacitos de dulces de panela.
Era el momento de recobrar energías, y casi que a escondidas preparar el retorno al refugio de Santa Tecla. Otros cinco días de caminos nos esperaban, bajo el silencio de la noche. Y lo más difícil fue despedirme una vez más de mi hermano, con la incertidumbre sobre si lo vería nuevamente.