La muerte constituye la única certeza de la vida, esta imagen está presente en la conciencia de la humanidad a lo largo de todos los días en el recorrido por su existencia.
Con respecto a algunas ideas relacionadas con el tiempo, medida mensurable hasta cierto punto, autores como Assmann dicen que el tiempo puede ser concebido de forma lineal o de forma cultural. El tiempo cultural no es un tiempo medido, sino interpretado, producto de la vida y el sentido, de allí que las culturas no se desarrollan en tiempos físicos sino en tiempos culturales. Aunado a esto, Mircea Eliade en su obra «Le Mythe de l’éternel Retour» habla sobre los tiempos cíclicos, los cuales son evidentes a través de los ritos.
Investigadores como J. Cervelló exponen sobre el sentido de la muerte en la civilización egipcia, que tuvo una concepción que mutó en sus diferentes dinastías, de allí que en las dinastías III y IV (2700-2500 a. C.), llamada también la Edad de las Pirámides, el destino del rey al morir era el cielo, donde se fusionaría con su padre Re, es por eso que las pirámides representaban la Colina primordial o ascensional hacia el cosmos; en esta etapa, el pueblo llano no tenía este privilegio, sino que sus restos iban a parar directamente a la tierra.
El constructor de la primera pirámide fue Imhotep, quien edificó un recinto funerario completamente de piedra para el faraón Dyeser (Zoser) y que sustituyó las tumbas tipo mastabas. J. Cervelló menciona que el complejo funerario edificado estaba conformado por un muro rectangular con entrantes y salientes que recordaban el palacio real y el serej, esta muralla colindaba con unos patios interiores que contenían las mastabas de los gobernantes de la I dinastía de Saqqara; como segunda edificación principal estaba la impresionante pirámide escalonada de seis niveles y 60 metros de altura. Su acceso era por un corredor inclinado ubicado hacia el norte y en dirección a las estrellas, las cuales representaban las almas de los fallecidos.
Según los textos de las pirámides, el destino del rey era el sol, ya que a su vez el monarca era la encarnación de Horus, reinando para preservar el maat —la justicia— en esta vida y en la otra. Con la llegada del faraón Esnofru, la edificación de pirámides se modificó y adquirió caras lisas con sus entradas en las facetas norte y en dirección a las estrellas polares.
El complejo arquitectónico contenía el templo del valle, el templo funerario, la rampa y la pirámide que se disponía de este a oeste como trayectoria desde la salida hasta el ocaso del sol o desde el nacimiento a la muerte. En cuanto al templo del valle, este colindaba con un área cultivada y esta a su vez a un lago artificial, cuyas aguas provenían desde el mismo río Nilo. Es a través de este canal que llegaría en una barca sagrada el cuerpo del rey al fallecer hasta la base de la pirámide, en donde comenzaría su ascenso por la rampa para acceder simbólicamente al cielo y ser finalmente sepultado en el interior de la estructura.
Los faraones Quéope, Quefrén y Micerino fueron los constructores de las grandes pirámides de Guiza. De estos gobernantes dijo Heródoto que Quéope sumió a sus habitantes en la más completa miseria y cerró los templos en donde hacían sus ofrendas. Quéope y Quefrén llevaron el culto solar a su máxima expresión, considerándose a sí mismos como el sol o Re y no como hijos de Re, provocando el recelo de los sacerdotes de Heliópolis. Micerino rectificó y regresó a los cultos heliopolitanos abriendo nuevamente los templos a los fieles.
En cuanto a Osiris, era una deidad de los muertos al que iba el resto de la gente, así como simbolizaba la fecundidad y la resurrección. El pueblo egipcio en general estaba consciente de que la muerte no era el fin de la existencia, sino la continuación bajo otra forma. Autores como Frankfort mencionan casos en que una madre muerta intervendría en la disputa entre sus hijos, de los cuales uno de ellos estaba muerto.
Con respecto a Mesopotamia dijo Paolo Xella que la muerte fue concebida como una especie de destino final del que no escapa ningún mortal; del fallecido solo quedaban sus huesos (esemtu) como testimonios de su existencia. Sin embargo, había un extremo respeto hacia las tumbas de los antepasados, a los que se dejaba reposar (nálu, pasáhu), ya que el finado podría convertirse en un etemmu, fantasma o espectro. Los etemmu, según Jean Bottéro, podían presentarse a manera de voces, sonidos, sombras, así como verlos en sueños.
En la mitología de Mesopotamia los difuntos van al lugar sin retorno, la Gran Ciudad gobernada por Nergal. Algunas familias ejecutaban el ritual de kispu que buscaba revivir la memoria de sus familiares fallecidos, recitando sus nombres, así como compartiendo alguna comida, con eso se aseguraban de no caer en la verdadera muerte, que es el olvido. Desde la óptica mesopotámica, el fin último de la vida terrenal es la felicidad, ya que, al fin y al cabo, del destino final no se puede escapar.