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Carlos Cordero, DeOpinión
Tuesday Lobsang Rampa es el pseudónimo de Cyril Henry Hoskin, nacido en Plympton, Inglaterra, en 1910 y quien escribió una serie de obras de carácter ocultista, entre las cuales se encuentra «El Tercer Ojo», publicado en 1956.
En el apartado de los descuartizadores de cadáveres del Tíbet, Lobsang describe el tratamiento que hacen en el Tíbet con los cadáveres. Menciona que la vida es un fenómeno eléctrico, como un campo de fuerzas y que hay tres cuerpos básicos: un cuerpo carnal, que sirve al espíritu para aprender las lecciones de la vida; un cuerpo magnético, que vamos forjando a lo largo de la existencia con los deseos y las pasiones y, finalmente, un cuerpo espiritual o alma inmortal. Según este autor, una persona que muere tiene que pasar por tres fases, la eliminación de su cuerpo físico, la disolución de su cuerpo etéreo y su espíritu, al que hay que ayudarle a que encuentre el camino a la realidad trascendental.
Los «trappas», es decir, hombres y mujeres corrientes, tienen que ser ayudados en estas tres estancias, mientras que los iniciados no lo necesitan. En este capítulo, Lobsang es llevado a un hospital, donde un monje anciano estaba a punto de partir de este mundo. En dicha estancia, un lama acompañaba al moribundo, a quien tomaba de sus manos diciéndole suavemente al oído: «Te acercas, anciano, al momento en que te librarás de las penalidades de la carne. Sigue mis consejos para que puedas escoger el mejor camino, el camino más fácil (…) Serénate en estos últimos instantes, anciano, pues nada has de temer porque se te vaya la vida hacia la Mayor Realidad».
Dice el relato que el agonizante se fue desvaneciendo poco a poco a medida el lama le acariciaba desde la nuca hasta la coronilla, hasta que expiró acompañado de un ruido penetrante que ejecutó su guía espiritual y que ayudó a que saliera el alma del cuerpo, formándose una nube amorfa en la estancia que, poco a poco, tomó la forma del cadáver, y luego, lentamente, se fue alejando.
Acto seguido, el cuerpo del monje fue transportado en lomos de yak hasta una explanada entre Lingkhor y Dechhen Dzong, en donde se encontraba una losa circular a la que es atado el cuerpo en sus cuatro extremidades. Es en este lugar que los descuartizadores de cadáveres hacían su papel. La razón de descuartizar los cuerpos es que, en el Tíbet, el suelo es muy rocoso y no son posible los enterramientos, tampoco es viable cremarlos por lo costoso del procedimiento al estar en parajes altísimos y lo difícil de transportar leña. Tampoco era factible desaparecerlos en los ríos, para no contaminar sus aguas. Es, entonces, que solo quedaba una solución, el aire, con la ayuda de los buitres.
Es así que, Lobsang contempla cómo el jefe de los descuartizadores hacía largos cortes para quitar la carne al cadáver, segmentando brazos y piernas. Comenzaba extrayendo el corazón, el cual era dado al jefe de los buitres que enseguida volaba en picada a recoger su presa. Acto seguido, el hígado, que era dado a otro pajarraco. Luego, en igual operación, los riñones, los intestinos, los ojos, el cerebro, hasta que no quedaba carne u órgano alguno más que los huesos, que eran triturados hasta hacerlos polvo y, de igual forma, entregarlo a los buitres. De esta manera desaparecen todos los habitantes comunes del Tíbet. En actos que son conocidos como los Funerales Celestes. Este tratamiento de los cadáveres, según la historia, permitía conocer en detalle las causas de la muerte y superaban mucho los certificados de defunción de los médicos occidentales. Los descuartizadores examinaban cada órgano, así conocían si alguien había muerto por envenenamiento natural o provocado, o por algún infarto producto de un coágulo en una arteria o deficiencia en una glándula.
En palabras del jefe de los descuartizadores, en occidente entierran a sus muertos para que los coman los gusanos, en Tíbet, los damos a los buitres.
En el caso de los lamas de alta categoría, el tratamiento era diferente: se les embalsamaba y colocaba en ataúdes con tapa de cristal para exhibirlos en un templo o se les recubría de oro. Lobsang pudo asistir a una sala secreta subterránea para la preparación de un abad quien recién había fallecido. Su cuerpo fue lavado, sus órganos extraídos por los orificios naturales del cuerpo y guardados en depósitos herméticos para, finalmente, bañar el cadáver con una laca particular y, después, hornearlo con ayuda de sales especiales, hierbas y grasa de yak durante varios días.
Posteriormente, el cuerpo, ya previamente acomodado en posición de flor de loto, se cubría de nuevo con una laca, así como con pequeñas láminas de oro. Por último, era exhibido en la Sala de las Reencarnaciones, estancia a la que a Lobsang se le dio acceso.
En dicha sala, Lobsang sintió fascinación con una de las figuras de oro allí expuestas, hasta que alguien tocó su hombro y le dijo que esa imagen era él mismo en su encarnación anterior. Según el relato, Lobsang pudo encontrar también la historia de su guía, el lama Mingyar Dondup; pero, sobre todo, pudo encontrarse consigo mismo.
«Una mano amiga»
Por Mirna Hernández de Valle / DeCuento
Una mañana, Fioi se levantó muy temprano. Se bañó, se cambió, comió su desayuno y se fue a la escuela. Mientras caminaba decía: «Siento que he olvidado algo, pero no sé qué es».
Faltaban un par de cuadras para llegar a su escuela cuando, de repente, escuchó un enorme trueno que la asustó mucho. Miró al cielo y vio que todo comenzaba a tornarse de color gris oscuro y cada vez más oscuro y dijo: «¡Olvidé mi paraguas!». Se echó a correr y, de inmediato, las gotas de agua comenzaron a caer cada vez más fuertes. «¡Santo cielo! A este paso llegaré empapada a la escuela», pensaba Fioi, mientras corría más y más rápido.
A cruzar la calle iba cuando vio que de una rama cayó al agua un nido con tres pajaritos dentro de él. El problema era que el nido había caído en una corriente de agua y estaba siendo arrastrado por ella. La mamá pájaro volaba cerca del nido, pero no podía hacer nada para sacar a sus bebés.
Fioi estaba entre la espada y la pared, pues, ese día debía llegar rápido a su escuela ya que tenía una exposición muy importante de Ciencia y debía preparar el escenario para ello; pero también sabía que debía ayudar a esos animalitos indefensos. Se tardó una nada en decidir lo que debía hacer. ¡Zapatos y bolsón fuera! Fioi salió corriendo a ayudar a esos pajaritos, agarró una rama larga que la tormenta había arrancado de un árbol, le quitó un par de hojitas, y ¡zaz!, la extendió para agarrar el nido con ella y así poder halarlo hacia la orilla y llevarlo a tierra firme.
La mamá pájaro revoloteaba de felicidad al ver que sus crías estaban sanas y salvas. Fioi tomó el nido en sus manos y lo puso en una rama de un árbol que estaba por ahí y les dijo: «Ahora ya están a salvo, debo irme o llegaré tarde a clases», y salió corriendo a la escuela.
La exposición de Ciencia fue un éxito y Fioi estaba muy contenta. Nadie sabía lo que había tenido que atravesar para poder llegar a la escuela aquel día lluvioso. Por la tarde, Piru estaba ladra que ladra en la ventana. «¿Qué te pasa Piru?, ¿por qué ladras tanto?», preguntó Fioi asomándose lentamente a la ventana.
Observó cada parte del jardín y cuál fue su sorpresa: en el árbol de limón, justo el que está cerca de la ventana estaba mudándose una nueva inquilina: ¡era la señora pájaro con sus tres pajaritos bebés! «¡Santo Dios!», exclamó Fioi, «¡son los pajaritos que ayudé a rescatar esta mañana! ¡Bienvenida a mi jardín señora pájaro!».
La señora pájaro tomó unas florecitas de jazmín en su pico, voló hasta la ventana de Fioi y las dejó caer ahí. La mamá pájaro, con esas florecitas, estaba agradeciendo a Fioi por haberle ayudado a rescatar a sus bebés de una muerte segura. «¡Muchas gracias señora Pájaro! ¡Bienvenida a su nueva casa!». Fioi estaba muy contenta, pues el jardín estaba lleno de flores, de muchos colores y pajaritos. Fin
«Mi primera piscucha y mi primer lunón»
Por Enrique Barillas / DeCuento
Compré mi primera piscucha (cometa artesanal con varas de bambú forradas con papel chino en forma cuadrada picuda) en cinco centavos en la tienda. Entre colores y tamaño, escogí la rojita con flecos largos para que no se fueran de lado e hiciera cola (se enredara con otros cometas). Era en forma de rombo, con flecos en los tres picos inferiores, mi piscucha.
Antonio, mi hermano, me hizo un «Lunón»: con dos bollos de largo (pita enredada en forma de bola de nieve) de pita de mescal. Más alto que mi vara de «chimichaca» (vara de bambú en miniatura color verde) traída de la montañita de San Pedro Nonualco. Era mi volcancito en forma redonda como la luna, en masculino de Luna, el «lunón».
Era octubre y la encumbramos enfrente de mi casa, en el barrio El Calvario, en la calle principal. Alto volaba y yo feliz de ver mi «lunón» pasearse en las nubes.
«Dame un chustecito» (oportunidad de tener en mis manos la pita y el cometa colgando), le dije a Toñito, mi hermano.
– «Agarrá fuerte la pita», me dijo, «no te vaya a arrastrar». El viento fuerte soplaba.
– «No», le dije.
Qué felicidad sentí en mis manos. Me obedecía. El «lunón» elegante paseaba en el aire. Pero me cholló mi mano con su fuerza y me la dejó rosada.
De pronto, sentí un jalón fuerte y luego la pita se soltó y vino al suelo. El «lunón» salió hacia atrás dando vueltas locas y perdiendo altura.
– «¡Va a caer!», dijo Toñito. «Vamos a buscarlo, en el barrio El Zope cayó». Zope porque ese barrio era basurero del pueblo y los zopes llegaban a buscar comida y asear el planeta. Hoy, Progreso se llama el barrio.
Corrimos todos a buscarlo. «¡Qué asco y qué tristeza!», dice el poema «Ascensión», de Alfredo Espino, pues no lo hallamos. Lloré cómo Jesús en la muerte de Lázaro. Mi «lunón» se había perdido como el amigo de Jesucristo.
Cayó y no lo quisieron regresar. ¡Se la robaron! Regresé triste a casa. Mi infancia se deslizaba en mi pueblo natal.
El barrio Guadalupe, en la ciudad, famoso para encumbrar «lunones» y piscuchas grandísimas. Con lazos fuertes las alzaban, los amarraban a un árbol. Zumba, zumbido, se oía hasta el centro de la ciudad desde donde disfrutábamos los colazos ente los gigantes «lunones». Lucha de titanes veía desde lejos.