La clase trabajadora es uno de los pilares del desarrollo de un país. No solo porque es la más importante fuerza productiva en todos los sectores económicos, sino que además representa la base para la generación de ingresos que benefician a las familias salvadoreñas y que además se traducen en tributos para el Estado, lo que favorece las políticas de bienestar que impulsa el Gobierno del presidente Nayib Bukele para sacar adelante a El Salvador.
La Constitución de la República es muy clara en relación con el trabajo y a devengar un salario «decente» acorde a diferentes circunstancias, aunque el común denominador en todos los sectores es el ajuste real a la inflación (conocida en términos coloquiales como el «costo de la vida»), la naturaleza del trabajo y los rubros productivos a los que pertenece el trabajador. Esto implica que el Estado, a través del Gobierno, sea garante de que los salvadoreños tengan un ingreso mínimo para adquirir bienes y servicios esenciales para su desarrollo.
Fue esto lo que anteriores gestiones desmontaron y olvidaron, cómplices de su criterio selectivo. ARENA, fiel defensor de la «teoría del rebalse», sacó el tema del salario mínimo de los debates y las políticas públicas, en clara sintonía de beneficios de la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP), que siempre satanizó el tema y secuestró el Consejo Nacional del Salario Mínimo con sus representantes, que daban lineamientos a los miembros del sector laboral para bloquear todo intento de aumento.
El FMLN, otrora «flamante defensor» de la clase trabajadora, dio continuidad a esta lógica y traicionó su lucha de calle que lo llevó a convertirse en partido político y a la presidencia. Su tradición fue de dar continuidad a pírricos aumentos, llegando al último en 2018 de entre $2.88 y $4.10 para trabajadores agrícolas y del sector maquila, lo que demostró que nunca hubo un interés real por corregir el enorme déficit entre ingresos y el precio de los productos de la canasta básica, además de las necesidades cotidianas de los salvadoreños como la vivienda, la salud y la educación.
Por todo esto es que la decisión del presidente Bukele es de vanguardia y disruptiva, en coherencia con la realidad mundial que está generando un efecto distorsionador en los precios en El Salvador y en respuesta a un clamor del pueblo que siempre recibe respuestas de su gobernante ante los efectos que aún genera la pandemia de COVID-19 en el bolsillo de los trabajadores, algo mermado por los planes y las políticas gubernamentales de rescate económico junto con la lucha decidida y acertada para vencer la pandemia.
Así, el 20 % de incremento al salario mínimo es una enmienda más a la indiferencia —histórica— a los trabajadores y un golpe a la desfachatez de lo que ARENA y el FMLN entendían como aumento al poder adquisitivo de más de 522,000 hombres y mujeres que día a día empeñan su esfuerzo para sacar adelante a El Salvador.
La muestra más fehaciente es el acuerdo entre el Gobierno y el sector obrero del pasado viernes, en completa sintonía y armonía, contrario al encapsulamiento y negacionismo de la representación de los empleadores, que, siguiendo el guion predecible del pasado, negó sus votos para el aumento. Su ceguera es sinónimo de torpeza y de traición a la fuerza que crea la prosperidad de sus negocios, pero ¿qué más podemos esperar de la ANEP si aún cree tener el monopolio del sector privado?
De este modo, la pista está lista y solo hace falta la aprobación de las reformas al fideicomiso de Bandesal para subsidiar con más de $100 millones, entre agosto de 2021 y junio de 2022, el incremento en los costos para pagar el salario mínimo. Ahora el dinero sí alcanza porque el presidente Bukele maneja con eficiencia, transparencia y claridad los recursos de la gente, lo que permite crear estas plataformas de apoyo y generar un círculo económico virtuoso, acompañado de la entrega de 2.2 millones de paquetes alimentarios para estabilizar los precios de la canasta básica y calmar la ansiedad de la oferta-demanda.
Mientras todo esto sucede, el empresariado privado tiene todas las condiciones para aumentarles a sus trabajadores entre $40 y $60. Por su parte, los «grandes jugadores» (que la ANEP dice representar dejando de lado más de 300,000 micro, pequeñas y medianas empresas) de sectores como la industria, agricultura, maquila y bienes y servicios deben asumir el incremento y cumplir con el acuerdo, que tiene toda la robustez legal y financiera para su sostenibilidad: «Les guste o no les guste», como dijo el prófugo de la justicia salvadoreño-nicaragüense.
Una vez más queda claro que el camino para devolver la dignidad a los salvadoreños y a todos los trabajadores está trazado, cuando otros solo fueron consignas vacías y retórica y se vendían al empresariado para favorecer sus intereses. Esta etapa quedó atrás para siempre, porque las cosas sí están cambiando con el presidente Bukele, la Asamblea Legislativa e instancias donde la representación del trabajador pesa. No hay marcha atrás. Es algo irreversible.