Jorge Eduardo Daboub Valdez, Koki para sus familiares y amigos, ha vuelto al Liceo Salvadoreño. Sus pies calzan unos zapatos de marca y camina despacio en esas calles que lo vieron crecer; sin prisa se detiene para contemplar desde la enorme cancha de fútbol unos celajes que mueren con estilo la tarde de un viernes de enero. Trata de sentir, respirar y encontrar algún detalle que le recuerde su feliz niñez.
Quiere encontrarse con el niño jodión, pleitisto dentro de lo normal, bien portado y respetuoso de los profesores, que fue formado por sacerdotes maristas y educadores de líderes y presidentes de la república. Una etapa de su vida en la que no tenía necesidad de nada.
Ahora está de vuelta en su «alma mater», su cuna académica desde parvularia hasta bachillerato, queriendo recordar por un instante su niñez y, acaso, reconciliarse con aquel niño que empezó a desviarse a los 14 años.
Koki hizo contacto con el alcohol, siendo aún estudiante. Las tardes de la cerveza juvenil dejaron de ser divertidas. Fue como cerrar las puertas del cielo y abrir las del infierno. La cocaína tomó el control por mucho tiempo hasta que conoció el crac.
Comenzó «tecniqueando» en un conocido «chupadero» llamado La Bocana, que se ubicaba en la zona del liceo, donde se iba con varios jóvenes a fumar cigarros. Tres años bastaron para que la caja de pandora se destapara. A los 17 años comenzó a llegar a casa sin zapatos, pero como todavía era «hijo de papi y mami» se lo toleraron.
Un día todo cambió. Transaba las joyas de su madre, empeñaba los carros, vendía su ropa de marca, los teléfonos móviles eran intercambiados por pequeñas dosis de droga, hasta terminar sin nada, tirado en las calles, el joven rico convertido en pobre drogadicto.
El Koki Daboub, arrogante y derrochador del dinero, se convirtió en un indigente con una barba y cabello de casi un metro de largo, no se bañó por siete meses y terminó lavando ropa para los distribuidores de droga a cambio de una dosis de crac de dólar.
Nadie podía hacer nada. Su madre había hecho todo para recuperar a su hijo. «Mi mamá nunca se avergonzó de mí. Chuco, andrajoso, me recogía, me llevaba, me cambiaba, me rejuvenecía, me internaba. Nunca podré pagarle lo que hizo por mí», balbucea Koki, mientras sus ojos se inundan de llanto agradecido.
Su familia pagó los mejores centros de rehabilitación. Hasta que un día suplicó al Dios de sus ancestros palestinos, al Dios del patriarca Abraham, que lo sacara de esa condición. Han pasado 13 años de ese milagro, más de una década desde que el desierto terminó; está limpio, sobrio.
Koki no olvida el poder superior que lo sacó de la inmundicia de la adicción, a las personas que le ayudaron y las fuerzas para salir adelante en lo económico, sentimental y moral que Dios le renueva a diario, para superar las secuelas que dejan años de alcoholismo y drogas.
Irónicamente, entre familias pudientes o menos afortunadas económicamente se esconden dramáticos casos de alcoholismo o drogodependencia que se ocultan por vergüenza, «por el qué dirán», o por el desconocimiento de que se trata de una enfermedad del alma que se puede tratar con terapia, voluntad de cambio y una gran dosis de fe de parte del enfermo.
Koki es un hombre que cree profundamente haber hecho las paces con Dios, porque le está mostrando que su simiente ha sido bendecida, pero es necesario un permanente acto de fe y actitud que lo vuelve otra vez uno de los hombres más ricos del mundo, espiritualmente hablando, pues la riqueza de la paz y la sobriedad alcanzan para muchos que constatan que para Dios no hay nada imposible, pues saca de las sombras y hace renacer a las personas justo cuando ya nadie cree en ellas.