El lunes 24 de marzo de 1980 amaneció radiante, insospechable, pero tenso.
El día anterior, monseñor Romero en su homilía había dicho: «En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios, cese la represión».
Las calles de la colonia donde estaba mi casa de seguridad parecían inundadas de sol y desiertas. En una esquina me esperaban con un vehículo que ya tenía el motor encendido.
Conmigo éramos cuatro los que ocupábamos el carro: Lucio, Hugo, Chano y yo. Empezamos a bromear, como era costumbre.
En las calles era visible la presencia de soldados, policías y guardias nacionales. Ese día no había retenes por ningún lado.
En unos 20 minutos llegamos a otra casa de seguridad, en La Cima, donde ya estaban otros compañeros.
Así empezó la reunión de la dirección del Partido Comunista Salvadoreño (PCS). Ahí estaban Simón, Minguito, JJ, Ramiro, Víctor, Nando y Neri.
La reunión tenía un punto central: ponerle nombre a nuestro ejército guerrillero.
El Partido Comunista nació en los años treinta, en marzo, en medio de un ascenso de la lucha de masas y en las proximidades de un levantamiento indígena campesino en el occidente del país. Luego fue sometido a una prolongada persecución que lo obligó al clandestinaje tenso y absorbente.
En la década de los años cincuenta, cuando se desarrolló la clase obrera, el PCS creció junto con la lucha de los trabajadores.
Y con el triunfo de la revolución cubana de los años sesenta, el partido inició las primeras acciones relacionadas con la lucha armada. Veinte años después, con una valiosa experiencia acumulada y en medio de una nueva elevación de la lucha del pueblo, y de la represión antipopular de la dictadura militar oligárquica, nos disponíamos a bautizar a nuestro ejército.
Se trataba, pues, de un momento muy intenso y de mucha gloria. Ese año ochenta, todo el país lucía en movimiento y el ánimo era muy elevado; el pueblo enfrentaba la muerte en las calles y la dictadura militar disparaba a matar.
Mientras, los escuadrones de la muerte, organizados por la Policía Nacional (PN), la guardia, el ejército y la oligarquía, asesinaban diariamente y a toda hora a centenares de patriotas.
En este escenario funcionaba la dialéctica popular de a más represión, más lucha, y parecía muy claro que solo la guerra del pueblo podía romper este esquema fatal.
A esta altura del proceso político, el campo popular de resistencia contra la dictadura militar de derecha se había ensanchado desde la década de los años setenta, y nuevas organizaciones habían construido complejos destacamentos de resistencia y lucha política, ideológica y armada.
Parecía muy claro que la lucha armada era, a estas alturas del proceso, el punto donde desembocaba tanto la represión gubernamental como la resistencia popular.
Pero sabíamos muy bien que no toda lucha armada se transforma en guerra, aunque toda guerra presuponga lucha armada.
Estos razonamientos estaban presentes en el pensamiento de todos los reunidos esa tarde, y era muy estimulante en este proceso el conocimiento de los avances, los contactos, las aproximaciones, los intercambios y hasta las coordinaciones entre las organizaciones revolucionarias que actuábamos en ese momento.
Cada una tenía su propia manera de entender el proceso político, de valorar las formas de lucha, de acercarse o alejarse del resto de organizaciones.
Cada una tenía sus amigos en el orden internacional, pero las circunstancias históricas, objetivas, estaban marcando, con sus agujas de acero, los caminos que era necesario seguir para salir adelante.
Discutimos varios nombres, unos relacionados con el ejército, otros con la lucha del pueblo, pero, al final, nos decidimos por el nombre de Fuerzas Armadas de Liberación (FAL). A estas alturas, la casa donde estábamos reunidos era resguardada por compañeros que ya integraban unidades militares.
Uno de ellos regaba el jardín exterior de manera muy apacible e insospechada. La tarde se deslizaba rápidamente, aunque habíamos empezado la reunión a la altura de las 3, y habíamos tomado esta decisión sobre las FAL cerca de las 5 de la tarde, faltaban otros puntos para discutir y resolver, entre ellos, algunas jefaturas, algunos problemas de logística e informaciones de última hora.
Iniciamos la discusión sobre estos puntos, mientras en un pequeño radio transistor se escuchaba música y propaganda comercial.
Hicimos un alto en la reunión para tomar café y, de repente, la radio pareció estallar con la noticia sobre el asesinato de Mons. Romero.
Esto nos sobresaltó, eran pasadas las 6:30 de la tarde, un silencio sepulcral invadió las calles de la colonia, como si todas las personas hubieran decidido callar a la espera de graves acontecimientos posteriores.
Hicimos una rápida y apretada reflexión sobre las consecuencias de este asesinato y su impacto en el ánimo del pueblo y la repercusión en la continuidad de la lucha.
En ningún momento dudamos de que la oligarquía, su policía y su ejército habían decidido el asesinato de monseñor.
La reunión terminó y rápidamente nos movilizamos en diferentes direcciones de San Salvador. Todos teníamos la convicción de que este año político sería intenso, que la lucha sería sin cuartel y que necesitábamos tomar decisiones cruciales para remontar el poder criminal de la oligarquía y fortalecer la lucha del pueblo.
Ese año ochenta fue decisivo para la construcción de la alianza político-militar más importante en la historia de nuestro país.
Al final de este año, construimos el acuerdo de cinco organizaciones que, siendo ideológicamente diferentes y enfrentadas, pudimos actuar, sin embargo, políticamente concertadas, y fuimos capaces de conducir de manera victoriosa la guerra de veinte años que terminaría con acuerdos políticos importantes.
El mismo día de la muerte de monseñor Romero nace una organización popular, en la cresta de la lucha del pueblo, ese pueblo por el que monseñor había dado su vida ese día; pero, podía estar seguro, monseñor Romero, de que sus asesinos no saldrían victoriosos y que el pueblo sabría vencer, estimulado por su ejemplo heroico, digno e invencible.
El llamado de monseñor Romero a cesar la represión no sería escuchado ni por el ejército ni por la oligarquía.
Su asesinato fue la respuesta a sus valientes y dignas palabras.
Pero el pueblo sí supo que el único camino para que las palabras de monseñor no se las llevara el viento estaba en la lucha redoblada y en la incorporación cada vez más completa a la resistencia popular.