Este noviembre llovió sin piedad, el viento azotó con fuerza y daba la impresión de que las láminas saldrían volando. La lluvia no ha cesado, correntadas por todos lados.
En medio de la calle principal de la colonia, pareciera que sin poner atención al temporal que tenemos encima están impávidos Tyson, Negro y Chele, chuchos de la colonia, queridos por algunos vecinos y mal vistos por el doble de los que se han detenido a darles un pedazo de pan.
«Tyson», le grita la vecina que pasa dejándole una quesadilla que compró en la tienda donde suele guarecerse por las tardes de mucho sol o lluvia. Tyson responde con agradecimiento, meneando la cola.
«¡Ash, chucho pulgoso!», refunfuña otra vecina que compra su cora de queso en la tienda y que poco o nada le agrada la presencia de los tres perros, pero no hace nada más, porque le dan lástima los pobres animales.
Estos chuchos son conocidos. No hacen nada. Tyson fue de las primeras familias que habitaron esta colonia hace siete años, pero creció mucho y en estas casitas apenas cabemos con los niños, así que le dieron la calle. Antes Tyson imponía respeto, pero ahora, todo flaco, apenas ladra, mucho menos muerde.
Tyson, Negro y Chele asomaban todas las mañanas en la entrada de la casa de doña Ana María para pedir religiosamente desayuno. Ella no es dueña de ninguno, pero ha tomado como suya la responsabilidad de alimentarlos diariamente. Ella es tan buena. Siempre les sirve sus platos con concentrado que compra y que también algún vecino que ha notado su obra altruista se apunta para colaborar. Ana María rememora lo escrito por Mark Twain: «Si recoges un perro hambriento y lo haces próspero, no te morderá. Esa es la principal diferencia entre el perro y el hombre».
Después de comer, los chuchitos se echan al resguardo del almendro de la esquina, según como esté el día. Su vida callejera no siempre es pacífica; de hecho, la camada era más numerosa, pero como siempre hay gente sin escrúpulos, algunos fueron envenenados.
Desafortunadamente, para algunos vecinos es entretenimiento encontrarlos desprevenidos y patearlos o tirarles piedras; no falta también el que tiene perros fieros que deja que en alguna ocasión agredan al viejo Tyson.
Para muchos, estos perros callejeros son un problema comunal que hay que erradicar, y lo más fácil, aunque peligroso incluso para los humanos, es el famoso bocado.
El envenenamiento causa en los perros dolor, diarrea, parálisis y convulsiones, hasta provocar, después de un padecimiento lento, la muerte.
La matanza es injusta; son seres vivos y la proliferación es a causa de la falta de educación en tenencia responsable de animales, así como la poca o nula orientación en la esterilización y castración como única herramienta humanitaria para frenar la sobrepoblación de animales.
Envenenarlos no es la solución; sin embargo, es una práctica arraigada en el país no solo con los perros callejeros, sino también como una forma de venganza contra un vecino o porque el perro mucho ladra o le cae mal a alguien.
Como Tyson, Negro y Chele hay cientos de casos e historias en la mayoría de las zonas urbanas de El Salvador: perros comunitarios que dependen de la buena voluntad de la comunidad.
Nuestro país necesita que todos practiquemos la tolerancia y empatía hacía los demás, y eso incluye a otros seres vivos, esos animales que desafortunadamente, por irresponsabilidad, quedaron desprotegidos en la calle. Sigamos el ejemplo de apostolado de Ana María, quien comparte piadosamente a diario comida con estos perritos sin ser su obligación, y mejoremos la calidad de vida de los animales en las calles.