Era la fresca y perfumada mañana de un lunes, la brisa se colaba por el ventanal que dejaba ver a la distancia del imponente Pico de Orizaba, Veracruz, México.
Lejos de su tierra y al borde del abandono, sor Rosario decidió que era un buen día para entregar cuentas. Consciente de que le quedaban horas, o a lo sumo días, tomó a bien respirar las últimas bocanadas de aire por cuenta propia, y con la última fuerza de su huesuda mano derecha desconectó el respirador artificial y se entregó al Creador.
Dos palabras fueron cuanto pudo pronunciar: «Señor, perdóname». Al ruido alarmante de la máquina que medía los signos vitales, los médicos corrieron a su auxilio, pero ya no volvió ni con los choques eléctricos.
—Se nos fue la monjita. Dios ya tiene un nuevo ángel —dijo uno de los jóvenes galenos—. Ha sido un suicidio, así debe quedar consignado en el expediente médico —le ordenó el jefe del servicio—. Seguramente se cansó de sufrir. Dios la perdone.
Una vez fallados los intentos de resucitación, las enfermeras procedieron a envolver sobre una sábana blanca el cuerpo esquelético de aquella mujer que vivió sus años mozos entre las cuatro paredes de un convento, entregada de lleno al catequismo y a las misiones parroquiales.
—Era un pan de Dios. Mujeres como ella van derechito al cielo —comentó Chana, jefa de Enfermería.
Desde pequeña, Sor Rosario se interesó por el catequismo en su natal San Miguel, de El Salvador, y con el tiempo decidió consagrar su vida a Dios. Durante su época de novicia también se inscribió en la carrera de Medicina en una prestigiosa universidad católica, de la que logró graduarse con honores. Fue mediante la Medicina y convertida en misionera que sor Rosario sembró la semilla del bien entre comunidades indígenas de Chiapas, México.
Fue en la selva azteca donde sor Rosario conoció el verdadero amor por el prójimo y también la desigualdad de un mundo en el que algunos se bañan con billetes y champán mientras otros mueren a expensas de los zancudos, desnutridos por el hambre y cargados de lombrices y piojos. Por ello entregó su vida y por ello sacrificó su juventud, oscurecida por un secreto infernal.
Antes de encontrar su diario personal bajo el colchón de la cama hospitalaria donde vivió las últimas horas, nadie conocía de dónde sor Rosario sacó el dinero para fundar una escuela, una iglesia y una clínica comunal en medio de la jungla.
—Muchos quizá se estén preguntando cuál fue la razón poderosa que me llevó a quitarme la vida. Me bastarían dos palabras para resumirlo, pero he decidido, por voluntad propia y cristiana, que se divulgue mi diario personal para que se conozca mi más oscuro secreto —se leía en un escrito que había dejado en medio de las placas de rayos X y una resonancia magnética muy reciente. El cuaderno cayó cuando uno de los auxiliares de turno aseaba la cama y se proponía a llevar el desecho hospitalario.
—Mi nombre completo es Juana del Rosario Gallegos. Vengo de una familia acomodada de San Miguel, El Salvador, a la que le perdí el rastro cuando decidí, sin aprobación, internarme en la selva de Chiapas. Desde muy pequeña estaba convencida del camino de tomar los hábitos, que mi cuerpo, alma y espíritu serían consagrados a Dios, pero al ver tanta necesidad, tanto olvido sobre el pueblo indígena, caí en pecado: vendí mi cuerpo a millonarios y a políticos lujuriosos que al tocarme y poseerme no solo me entregaban fajos de dólares, sino también su propia vida —se leía en la primera página.
Sin su hábito, sor Rosario dejaba ver a una mujer alta, piel blanca, nariz respingada, mirada vivaz y un cuerpo curvilíneo que despertaba deseos carnales. Fue una noche que, sin medicina para recetar a sus pacientes en medio de la selva y con cientos de indígenas doblados por la chikungunya, decidió que vendería su cuerpo al mejor postor. (Continuará).