Posiblemente la ansiedad sea la principal causa por la que se acude a la consulta psicológica en los últimos meses. Esto incluye tanto a jóvenes como a adultos.
Si bien la persona que acude a la consulta no llega con el diagnóstico elaborado, al referir sus síntomas más evidentes, hablan de que experimentan una constante sensación de angustia, desasosiego, de congoja, de un sentimiento de constante preocupación por lo que pudiera suceder a corto, mediano o largo plazo. Pero, sobre todo, que eso que pudiera suceder se saborea como una amenaza, como si algo malo está por suceder.
En mi experiencia directa con las personas que atiendo en el consultorio, me doy cuenta de que esta sensación de amenaza la persona la vive con la impresión de que no la puede evitar o de que no tiene control para modificar la situación o, al menos, minimizar el impacto negativo. En otras palabras, la persona experimenta la sensación de que es incapaz de tener control sobre su propia vida y que, por lo tanto, no puede garantizar una mejor calidad de vida para sí misma y los suyos.
Cuando más se agudiza esta situación psicológica, van apareciendo también reacciones físicas, como aceleración repentina del ritmo cardíaco, la pérdida del apetito, dificultad para conciliar el sueño, sudoraciones repentinas en manos y axilas, por mencionar algunas reacciones corporales.
Si esta situación de ansiedad se encuentra en fase temprana, se puede resolver bastante bien con la ayuda del psicólogo, pero si ha echado raíces profundas y ya está modificando las respuestas emocionales y hay otras alteraciones de humor, es posible que sea necesaria la intervención del psiquiatra para prescribir medicamentos ansiolíticos.
¿Por qué las crisis de ansiedad se han incrementado en los últimos meses? Soy de la opinión que esto se debe a que hemos perdido los lineamientos más básicos que nos dan seguridad. Y no me refiero solo a los aspectos sociales y la garantía de los derechos constitucionales del ser humano. Me refiero a que, en términos generales, no podemos ver nuestra vida hacia el futuro, hemos perdido la capacidad de planear con optimismo lo que queremos lograr en los meses y años más inmediatos.
A mediados del siglo pasado nuestros padres bien podían planear la vida una década más adelante y casi con certeza se lograba lo planeado. Ahora ya no. Hemos caído en una especie de pérdida de la esperanza, estamos viviendo lo que los psiquiatras llaman una «desesperanza aprendida», ya que no hay optimismo, alegría, seguridad y, si se quiere, ya no hay certeza de que lo planificado en nuestras vidas va a suceder como deseamos que ocurra.
¿Seguiremos teniendo trabajo? ¿Seguiremos teniendo salud? ¿Cómo vamos a pagar las deudas? ¿Cómo asegurar la educación de los hijos? ¿Se podrá seguir pagando la vivienda? ¿Qué pasará si nos enfermamos de coronavirus?
Hay demasiada incertidumbre alrededor de nuestras vidas o, dicho de otra manera, tenemos muy pocas certezas en las cuales basarnos para poder seguir viviendo con optimismo. Hemos perdido la sensación de estabilidad. Y parece que los seres humanos necesitamos una buena dosis de certeza en nuestras vidas para ver hacia el futuro con optimismo, aunque el futuro, por definición, es incierto e indefinido. ¡Es una verdadera paradoja!