«Chalatenango, tierra bendecida, nidito tibio del jardín de Cuscatlán». Tierra de grandes contrastes. Muro de agua y arena, según su etimología.
Durante el conflicto armado, Chalatenango fue escenario de poblaciones masacradas y ríos con cadáveres flotando, pero ahora tiene a 25 de sus 33 municipios considerados entre los más pacíficos en el país por la casi ausencia de delitos. Hay montañas donde el clima es envidiable, pero también llanuras con calor sofocante que una vez fueron productoras de añil. En la misma cabecera departamental se puede sudar a chorros en el día y tener que envolverse bien en la noche por lo fresco.
Este departamento de 131.8 kilómetros cuadrados es como un pequeño El Salvador en 21,041 kilómetros cuadrados. Cadenas montañosas, volcánicas y cortas planicies. Habitantes de piel morena y clara, altos y bajos; los que comen pupusas con curtido y salsa de tomate y los que prefieren la salsa negra. Buenos y malos. Los que dicen San Miguel y los que se han acostumbrado a /jan miguel/; los que en la costa piden un buen plato de mariscos y los que prefieren una hamburguesa con papas fritas; los conductores amables y los que llevan pitadera; los del Barcelona y del Real Madrid… La lista es larguísima, casi como la cantidad de habitantes en el Pulgarcito, pues cada cabeza es un mundo, y todos los mundos son diferentes.
En el día a día, los contrastes se confrontan, forzándonos a conciliar si no queremos repetir los resultados de la crispación que en décadas anteriores fueron generados por la intolerancia, el irrespeto, las acusaciones, el rencor… Guerras, homicidios, accidentes, robos, disputas, lesiones, discusiones, gritos, puñetazos y malas miradas tienen en algún momento su origen en la intolerancia. Los periodistas hemos escrito sobre innumerables sucesos lamentables o trágicos que tuvieron como chispa la intolerancia, aunque también los hay por otras causas. Cuántos pudieron haberse evitado si hubiera habido tolerancia, comprensión, entendimiento, palabras de paz, perdón y todas las virtudes que nos puedan llevar a ser génesis de una mejor sociedad en la que el claxon de un carro particular o un furgón no saque lo peor del conductor vecino, donde podamos detener el vehículo porque alguien pasará la calle cargando las verduras que lleva a vender en su colonia, donde una vida no sea arrebatada por los celos enfermizos surgidos de un «no más a esta relación», donde un perro llegue a salvo al otro lado y donde las señales de tránsito no tengan agujeros de bala hechos por algún temerario.
En países de similar extensión, pero con muchos millones más de habitantes han sabido conciliar sus diferencias, y lo han logrado llegando al convencimiento de que puede y debe haber unidad en la diversidad. Los contrastes sociales, políticos, económicos, religiosos u otros deberían enriquecernos, pues se puede aprender de todos, sean hormigas o elefantes, de tierra alta o baja, de blanco o negro, del cristiano o del ateo.
Una sociedad más tolerante sin duda se desarrollará mucho mejor, a pesar de todos sus contrastes.