Asfixiados, amontonados como animales y sintiéndose cautivos. Los migrantes se juegan la vida en los tráileres que los llevan a la frontera con Estados Unidos, sufriendo desgracias como la de 55 indocumentados que murieron en un accidente en México.
Los viajes organizados por traficantes de personas duran hasta dos días y, pese a que cubren cientos de kilómetros, pocas veces son detectados, según testimonios obtenidos por la AFP.
«Doy gracias a Dios que nos trajo con vida, porque es una pesadilla venir en esos tráileres», dice la hondureña Cecilia Hernández, de 39 años, en un albergue de la fronteriza Ciudad Juárez (norte de México), adonde llegó tras ser deportada en noviembre desde Estados Unidos.
El camión que se estrelló el pasado jueves contra un puente peatonal en una carretera de Chiapas (sur) transportaba a 160 migrantes, en su mayoría guatemaltecos. Hubo un centenar de heridos.
Cecilia fue deportada dos veces de Estados Unidos en noviembre tras ingresar ilegalmente desde Reynosa (Tamaulipas, noreste), adonde llegó con tres hijos de 2, 4 y 16 años en un camión atestado.
«Mucha gente se desmayaba, los niños también. Mucha gente se desnudaba porque nos estábamos ahogando» de calor, señala la mujer en la litera donde duerme y se resguarda del intenso frío.
El viaje duró dos días. «Nos prensaban como animales, encerrados. Hay aire (acondicionado), pero después se apagó y todo mundo quería salir, pero no se podía (…). Ahí estás como secuestrado», añade.
La «angustia» era tal que su hijo y otros pasajeros comenzaron a hacer huecos en la cabina para poder respirar.
Luego fueron abandonados en una zona desértica donde pasaron tres noches, contó la mujer, quien tiene otros dos hijos en Estados Unidos desde 2019 que han pagado miles de dólares a los «coyotes» (traficantes) para que el resto de la familia pueda pasar. El de 16 años cruzó solo recientemente.
Salvada de incendio
Tras el siniestro en Chiapas, el gobierno recordó que desde octubre ha desplegado tres operativos en los que encontró a unos 1.400 migrantes que eran movilizados en tráileres, incluidos unos 200 menores.
Uno de esos hallazgos le salvó la vida a la guatemalteca Angélica Reyes, de 19 años, quien busca asilo en Estados Unidos porque el hombre que la violó la tiene amenazada por haberlo denunciado.
Durante 15 horas viajó con otras 450 personas en un camión que de repente fue abandonado por el chofer en Veracruz (sureste). «Después vimos en las noticias que el tráiler estaba a punto de encenderse (incendiarse)», relata la joven en el refugio Buen Pastor, adonde también llegó deportada.
Desesperados, los migrantes intentaron evacuar por el techo del furgón, pero la policía llegó y rompió el cerrojo de un disparo.
Varios viajeros fueron detenidos, pero Angélica se marchó y los traficantes volvieron a reunir a parte del grupo en Ciudad de México.
«Como a la semana nos volvieron a sacar otra vez en tráiler. Y nosotros otra vez, con miedo», dice.
Durante este segundo recorrido de 12 horas, el aire acondicionado se dañó. Era «como que estuviéramos dentro de un congelador y todos se empezaron como a asfixiar, unos se desmayaron», recuerda.
Ante los reclamos, el conductor amenazó con dejarlos encerrados, pero luego la situación se normalizó y llegaron al destino, refiere la joven, triste por la muerte de sus compatriotas en Chiapas, principal punto de entrada de indocumentados. «Su sueño quedó truncado», dice.
En lo que va de este año, 821 migrantes han muerto en viaje por América Central o América del Norte, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
La principal causa son los accidentes de tránsito (162), seguidos de falta de comida, agua, refugio (142) y ahogamiento (108).
Por un mejor futuro
La hondureña Diana Yoliveth León, de 28 años, también vivió un suplicio en su desplazamiento de 14 horas en tráiler, sin comida ni posibilidad de ir al baño.
Fue «lo más difícil de todo el trayecto» desde que partió con su hija de siete años hace casi tres meses, confiesa.
Pese al sofoco, los viajeros evitan tomar agua para no tener que orinar, señalan.
«Veníamos sentados, todos en línea, amontonaditos. Venía bastante gente, mínimo 120 personas», cuenta Diana, expulsada al igual que Cecilia y Angélica, compañeras de albergue, bajo una norma que busca impedir la propagación del covid-19.
«Pero uno por querer darle un futuro mejor a su familia, a sus hijos, pues tiene que arriesgarse», justifica.