Mi historia de niño, la profesión que elegí y el cáncer que me ha marcado siempre me recuerdan que la muerte (esa inmisericorde) ronda día a día nuestras vidas. Me entristece saber que alguien conocido ha fallecido. Mi breve pasar por el campo del conflicto armado, los días de mi primera juventud como reportero de calle y mi menos gloriosa etapa de paciente en Oncología me han permitido estar muy cerca y de cara a ella, quizá al límite; sin embargo, no me acostumbro.
Desde 1998, con frecuencia he vivido en hospitales, y ahí la muerte recorre los pasillos a toda hora. En el hospital Rosales, allá por 2009, en menos de un mes vi a siete hombres fallecer en el pabellón número 1 de cirugías. En ese lugar, a mis oídos se hizo temido el llamado «código rojo». Y en los hospitales del Seguro Social, «el código 1» es algo muy serio.
En mi mente he guardado imágenes crudas, sobre todo, dolorosas de doctores yendo de aquí para allá y de allá para acá, corriendo para salvarle la vida a un moribundo. En ocasiones tuvieron éxito y en otras no, solo les quedó tapar de pies a cabeza con una sábana blanca ese cuerpo en el que la esperanza ya no habitaba.En ocasiones preferí cobijarme y desviar mi atención para evitar ser testigo del anunciado desenlace. Un indicador ineludible de que toda lucha contra la muerte ha llegado a su fin era el recobro de la tranquilidad entre los médicos alertados por los códigos de emergencia. Alguna plática trivial surgía entre esos hombres y mujeres de ropas blancas, para luego irse uno a uno hacia sus respectivos servicios sin la mayor conmoción.
Todo es parte de la costumbre y de la rutina del hospital. Son los pacientes como yo, los que hemos sentido el dolor de la enfermedad y la angustia de lo insoportable, los que nos quedamos después lamentando ese suceso, más reflexivos que nunca, buscando amparo en nuestra fe y creyendo que tenemos grandes esperanzas.
Una mañana de 2009, aún tengo presente la imagen de un hombre de tez morena y canoso que estaba frente a mi camilla en el hospital Rosales. Él padecía de azúcar en la sangre y estaba ahí por un procedimiento quirúrgico en una pierna.
Cuando pasó la visita médica con todo el equipo de especialistas, él se sentó en la camilla para escuchar el debate de los galenos sobre su estado. Más tarde, el médico interno llegó para anunciarle cuál sería el camino a seguir con su pierna. Los pacientes vecinos escuchamos que lo mutilarían y él solo calló. Se metió entre su sábana blanca y no se destapó más. Se le subió el azúcar de la noticia, y cuando nos percatamos de que no daba señales, alertamos a las enfermeras. Lo destaparon y no respiraba, ya llevaba un par de horas de muerto y no necesitó código de resucitación.
En el hospital de Oncología no hay un llamado de alerta por los altoparlantes, ahí la muerte llega por medio de un cartel que se le coloca a la persona fallecida. Quizá tampoco sea necesario un código de emergencia, puesto que basta un médico de cabecera o recibir cualquier referencia hacia el lugar para sentir que al solo entrar la muerte te cobija.
En mi más reciente estadía (por cáncer) en un hospital no faltó escuchar el temido «código 1». Allí, estuve a punto de presenciar el deceso de la persona que ocupaba la cama vecina, pero esta vez el destino fue benevolente conmigo. Me trasladaron a un cuarto aislado y solo un par de horas después falleció el paciente. Él se llamaba Miguel Ángel, según una de las enfermeras. Era un señor que superaba los 80 años, que sufrió una fractura de cadera y no pudo volver a casa.
Al despertar del efecto de la anestesia, alucinaba y gritaba que se caía de la cama, mientras intentaban que no se lastimara. Le advertían incluso con amarrarlo, pero no hubo necesidad, minutos después el hombre se quedó quieto. Sufrió un paro respiratorio; llamaron a «código 1», pero fue inútil.
No sé cuántos «códigos 1» me quedan por escuchar, pero no puedo esconderles que cada vez que la voz suena por los altoparlantes anunciándolos, mi corazón entra en cierta aflicción. Eso sí, la muerte no respeta códigos. Mi encuentro más cercano con la muerte ocurrió en julio pasado y fue frente a mi casa. Después de poco más de 10 días resistiéndo a la COVID-19 sin buscar el hospital, sentí que esa noche mi aliento no alcanzaba para más, y con voz suave comencé a ordenar y direccionar las miserias que me acompañan. Mi carrito viejo es para vos, este es el pin para cobrar la pensión… Así, con poca capacidad para respirar, me despedí de la noche. Por fortuna pude abrir los ojos una vez más en la madrugada y lo que vino luego fue un traslado de emergencia al hospital y más de 10 días de internamiento… Dios se mandó conmigo una vez más.