En la concepción tradicional se entiende por derechos humanos a aquellos inalienables que pertenecen a toda persona por el hecho de ser ente humano, independientemente de su raza, color, religión, sexo, idioma, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica o de nacimiento. Es así como, desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948, se perfila la visión de esta.
Sin embargo, así como las circunstancias cambian, los tiempos también y por tal las interpretaciones de la misma forma. Esto se aclara bajo la premisa de que las condiciones ontológicas de índole hermenéutico consideradas en su momento no son las mismas en la actualidad; por ende, pretender imponer la idea de derechos humanos como una visión jusnaturalista, cuando el mismo derecho en su positividad respeta las idiosincrasias de cada pueblo, es una imposición global de poderes fácticos o como mínimo de interpretación de quien escribe la historia.
Empero, este planteamiento no busca desmitificar la protección de los derechos inalienables del individuo, al contrario, se busca poner en el punto o centro del derecho a la persona misma; ya la Constitución de la República de El Salvador en su artículo 1.° establece: «La persona humana es el origen y fin de la actividad del Estado», pues bien, si eso es así, la protección de los derechos humanos de la mayor cantidad de personas debe estar por encima de los derechos humanos de pocas personas, y con el agravante de ser delincuentes.
Si bien es cierto que los derechos inalienables son para cada ciudadano sin importar ninguna condición, menos cierto es que ante el cometimiento de un ilícito en cualquier parte del mundo esta persona, cuando se demuestra su culpabilidad en un juicio y es vencida en el mismo mediante un proceso justo e idóneo, pierde ciertos derechos de primera generación. Hecho irrefutable en cualquier legislación del mundo.
Por tanto, pretender que se les respeten más los derechos a una minoría, que lo es, no por condiciones injustas, sino por su dedicación al cometimiento de hechos que menoscaban la integridad de la población, es ir en contra del mismo derecho positivo y de las constituciones de cada país, incluyendo la nuestra. La vida es el bien tutelado mayor, pues los otros dos bienes tutelados, es decir, el patrimonio y el honor, no tienen sentido si no hay la condición física primogénea, es decir, la vida.
Tal como diría la activista británica Aung San Suu Kyi: «La paz no solo consiste en poner fin a la violencia o a la guerra, sino a todos los demás factores que amenazan la paz, como la discriminación, la desigualdad, la pobreza». Pues bien, si algo amenaza los factores antes expuestos se debe corregir y eso solo se hace en una democracia a través del cumplimiento de la ley. No se puede ni se debe pretender hacer creer que los derechos de quienes quitan los derechos a la mayor cantidad de población son más importantes.
De tal suerte que, establecer violación a los derechos de quienes violan los derechos es una antítesis de los mismos presupuestos fácticos de los derechos humanos; así que no se le debe aceptar desde ninguna racionalidad humanista a una persona que pregone por los derechos de quienes acostumbran a quitárselos a los demás. ¡Es una aberración filosófica, sociológica y jurídica tal postura, expuesta por algunos sectores!
Eso sí, no se deben aceptar tampoco errores o violación de derechos a personas que injustamente se pudieran capturar; tal como expresó el filósofo y politólogo Noam Chomsky: «Si no creemos en la libertad de expresión para las personas que despreciamos, no creemos en ella en absoluto». Pues bien, las instituciones encargadas de esta cruzada, fructífera sin lugar a duda, también deben poner atención a las detenciones injustas (por causas de vestimenta, estilos de vida, denuncias ciudadanas falsas), pues esa violación de derechos humanos no puede ni debe ser aceptada o permitida en una democracia en construcción como la nuestra.
En las Sagradas Escrituras, en el evangelio de Marcos 2:27-28, el maestro Jesús añadió: «El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado. Por esto, el Hijo del hombre tiene autoridad también sobre el sábado». Pues bien, si hacemos una comparación teológica-filosófica-jurídica, los derechos humanos se han hecho para los hombres y mujeres justos, y no el hombre y mujer justo para los derechos humanos. Un legalismo que olvide la defensa de la vida humana de la mayor cantidad de población es letra muerta y sin escrúpulo.
Por tal, se deja claro que los derechos humanos como concepción filosófica y jurídica debe ser puesta en la palestra constitucional y de actuación de todo Estado moderno, pero sin pretender que esa concepción interpretativa justifique defender lo indefendible, o que por respetar los derechos de primera generación de un delincuente se violenten los derechos de primera, segunda, tercera y cuarta generación de la población en general, pues eso sería, sin lugar a duda, una antítesis irracional de los principios con los que nacieron los derechos humanos en las sociedades de Occidente.