El final de la Guerra Fría y la caída del comunismo como ideal tuvieron un impacto considerable en el sistema político salvadoreño, principalmente, porque desdibujaron las líneas ideológicas que conferían a algunos partidos su identidad particular. Bueno, la guerrilla juraba luchar contra la oligarquía para «defender los intereses del pueblo». Fin del discurso.
Sin embargo, finalizado el conflicto armado en El Salvador, las plataformas electorales de la derecha e izquierda se volvieron indistinguibles, y se dio paso a un sistema hipócrita en el que los gobiernos fueron convertidos en gerencias de los que realmente siempre ostentaron el poder.
ARENA y el FMLN se robustecieron, mientras la fragmentación y debilidad de otrora partidos grandes fue abusada y extendida en el tiempo para lograr llaves importantes en la Asamblea Legislativa y complacer a los titiriteros. El PDC de Párker y el PCN de Ciro Cruz entendieron el negocio. El verdadero Schafik le hacía estorbo a la cúpula comercial del FMLN que, ni lerda ni perezosa, se subió a la configuración «democrática» nacida a partir de la firma de sus acuerdos perversos en enero de 1992.
Esa bestia de dos cabezas tomó el control de todas las instituciones del Estado. La Corte Suprema de Justicia, la Corte de Cuentas, la Fiscalía General y las procuradurías le hicieron los mandados al poder fáctico. La Asamblea Legislativa era un circo, de guerra de palabras en las plenarias, pero de abrazos y besos en los cuartos de negociación con maletines sobre la mesa. Nunca, nunca existieron los famosos «pesos y contrapesos» que hoy tanto palabrean.
El resultado: parálisis de país, pero cómodo para unos pocos, incluyendo a líderes sindicales y religiosos. En El Salvador, la gran mayoría no tuvo voz, mucho menos voto de decisión. El palacio legislativo jamás fue la casa del pueblo. Leyes y decretos iban y venían para favorecer a los poderosos. Decisiones de privatizaciones, fideicomisos y dolarización pusieron gordura a sus arcas repletas de dinero. Hasta la sangre que corría por calles y aceras le sacaron lucro.
Actuaron sin restricción alguna, aplastaron a todo aquel que intentaba cambiar las cosas y aplicar ideas creativas para devolverle al pueblo su dignidad. La estabilidad, la previsibilidad, la seguridad y la prosperidad material fueron perjudicadas. La educación, la salud y la seguridad social fueron en detrimento.
Fueron opio del pueblo por 30 años y calcularon que su sistema sería perpetuo, pues contaba con el beneplácito de gobiernos, organismos y ONG internacionales que hoy alzan la voz para exigir el regreso de la corrupción y la violencia.
Los políticos tradicionales se dedicaron a comer de las migajas abundantes del poder económico y llevaron al país al borde del precipicio.
Una bola en el manchón de penal necesitaba el pueblo salvadoreño para dar vuelta al marcador de la historia. Valoró la oportunidad que Nayib Bukele representaba para dar un giro de 180º. Apreció al líder que tanto anhelaba y lo abrazó en febrero de 2019.
Es entonces que los ciudadanos no solo allanaron a los tricolores y los rojos el camino al cementerio, sino que también abrieron la puerta para que nuevos liderazgos enrumbaran la política y conformaran partidos como instrumentos de poder de los salvadoreños.
La oposición del no a todo ha sido desterrada. Dos elecciones legislativas lo confirman. Y esto es importante ponerle toda la atención día a día. Las lecciones del pasado reciente deben repasarse una y otra vez para entender lo que ha sucedido. Los diputados y alcaldes que obtuvieron victorias en febrero y marzo pasados no tienen margen de maniobra para cometer los mismos desaciertos, pues la sociedad no está dispuesta a retroceder. Los comicios municipales son una muestra letal.
El éxito de algunos partidos políticos es un reflejo del excelente trabajo territorial, de la cercanía con la gente y de sus problemas, de la política de sus dirigentes y legisladores de apoyar a Nayib para favorecer a cada comunidad. La sabiduría les dicta que trabajar de la mano con el Gobierno que los salvadoreños han reconfirmado de forma aplastante es la mejor manera de llevar al país a más desarrollo social y económico.
El bien común debe privar sobre los intereses particulares. Es el momento de la verdadera política, la de servicio a los salvadoreños.