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DeOpinión
Pórtico
Por Álvaro Darío Lara, escritor
Así reza un relato escrito por don Alberto Masferrer, y publicado bajo el sello de la Dirección de Publicaciones en 1969, en esa primorosa colección (Caballito de Mar) creada por el escritor Ricardo Trigueros de León, Director de Publicaciones Emérito.
Por cierto, según atestiguan los mayores, Trigueros de León, dio vida a este formato para aprovechar los sobrantes de papel, que normalmente no eran utilizados.
De pequeña estatura y breves páginas, estos libros son depositarios de auténticas joyas de las letras nacionales, regionales y mundiales. Sus títulos reflejan el buen gusto y la amplia cultura del recordado Trigueros de León.
«El buitre que se tornó calandria», fechado en marzo de 1921 por Masferrer, es una maravillosa alegoría. Cuenta la horrorosa lucha entre dos buitres (zopilotes), y el imaginado renacimiento del vencido, ahora vuelto a la luz, en forma de una delicada calandria, ese pajarillo tan parecido a la alondra.
La historia parece estar fundamentada en hechos absolutamente reales, que Masferrer consigna y embellece con su pluma dotada de magistrales virtudes.
El asunto es sencillo: Después del terrible terremoto que destruyó San Salvador, en junio de 1917, el autor decide abandonar la capital en búsqueda de paz, y a la espera que todo vuelva a la relativa tranquilidad. Pasados seis meses, retorna, y se instala en un caserón semiderruido, que arrienda y repara. Lo acompañan dos menores, que serán sus pupilos, y una cocinera. Extrañamente una zopilota vuelve un accidentado horno, su nido, donde es tolerada e incluso protegida por los moradores de aquella casa. Casi al mismo tiempo, dos zopilotes comienzan a darse cita en uno de los destrozados patios, iniciando un combate mortal, que se prolonga por nueve terribles días. Finalmente el más débil, sucumbe, y es incinerado y luego enterrado bajo un granado, por los niños y por don Alberto. Lo sorprendente es que el sitio se llena de flores, y al poco tiempo, una candorosa ave, una calandria, llega puntualmente a cantar la tragedia de la carroñera vencida, y que en la ficción del autor, bien podría ser el amante fiel de la zopilota, que para completar la tragedia, pierde a sus vástagos, al malograrse los huevos.
Descrita de esta manera, probablemente, la historia no tiene mayor valor literario. Pero, si vamos a la lectura del texto, hay un tejido tan fino, tan bien hilvanado por el Conductor de Multitudes, que es imposible soltar el libro, hasta llegar a su final.
Veamos algunos pasajes. Al referirse a la ubicación de la casa, Masferrer apunta: «El barrio en que se hallaba situada esta casa, es uno de los más solitarios de San Salvador; calles y edificios tienen ahí ese aspecto de los lugares viejos y estacionarios, donde ninguna cosa se renueva y donde parece que todo, hasta el ruido, flota en un ambiente de quietud desolada y soñolienta. Con los estragos de los temblores, aquella desolación aumentó hasta el grado de simular, en plena ciudad, la impresión de una aldea remota, olvidada y muriente».
Respecto a la naturaleza de las carniceras criaturas, dice: «Recordé a los niños la conocida glotonería de los zopilotes y la porfía con que se disputan las piltrafas; el espectáculo, asaz repugnante, cuando uno de ellos logra engullirse el extremo de alguna tripa, y otro viene y se traga el otro cabo, y comienza a tirar cada uno para sí, como niños que jugaran tirando de una cuerda; cómo, apenas un pobre caballo muere en el campo, caen sobre él ansiosos, y en su ciega voracidad meten la cabeza hasta el cuello en todos los orificios del cadáver, devorando y tragando con tanta prisa y arrebato, como si una abstinencia de años les aguijoneara el apetito…»
El enfrentamiento mortal es ilustrado magníficamente: «Luchaban ante mis ojos, tenaces, obstinados, implacables, sordos y ciegos, sin piedad ni misericordia, los celos, la venganza, el orgullo, y el desesperante y salvaje amor… y me parecía que los dos negros, alocados, y ya casi inconscientes animales que tan ansiosamente se buceaban la sangre y la vida, eran dos alados demonios emergidos de los escombros; acaso los espíritus de la destrucción y de la ruina, que volvían contra sí mismos su rabia asoladora».
En el discurso narrativo se reitera la naturaleza aparentemente deleznable de los buitres, hediondos, volviendo festín la asquerosa putrefacción. Alimentándose de la muerte, pero luego el escritor, inspirado en Michelet, reconoce en ellos, la indispensable limpieza de la tierra, cumpliendo su labor de verdaderos crematorios de la inmundicia yacente.
Masferrer encuentra en la bravía lucha de los buitres, el duelo de los amantes. A mí se me antoja como la lucha sin sentido, entre hermanos, “buceándose» la sangre, acabando con la vida. En la ceguera total del odio y la venganza.
Los polluelos que no nacen, son la niñez que muere incluso antes de padecer el país. Y la calandria y las flores, acaso, sean los símbolos de la esperanza, que emerge de las cenizas. Así el país, tendrá después de todas sus convulsiones terráqueas y sociales, un porvenir de luz.
Que la lectura de nuestros clásicos, y su mensaje de imperecedero humanismo, nos haga desechar la torva violencia, y nos lleve hacia los cielos despejados que surcan las calandrias.