El huevo es el capítulo inicial de mi libro «A medio rostro: una historia de milagros», es como abrir el cascarón a una niñez cargada de miserias, de extrema pobreza; pero una niñez inocentemente feliz entre las penurias y el ingenio para divertirme. Así pues, esta es la carretera de partida a una historia que viaja al pasado lejano y regresa al pasado cercano para explicar mis orígenes y mi lucha contra el cáncer.
Una mirada o un gesto comunican sentimientos que las palabras no logran expresar, y como efecto natural revelan el ser auténtico que existe en cada uno de nosotros. Es un lenguaje instintivo, simple, demasiado humano que descubre el rostro de cada quien. Confieso, entonces, que me siento privado de ese inmenso acto, que nos ha sido dado.
Una gorra, unas gafas oscuras y un vendaje me ocultan de mi familia y amigos. No me escondo, solo cubro por una necesidad vital, la huella del cáncer en mi rostro. Mi historia que no es autocompasión, sino hálito de esperanza, quiero compartirla con aquellos que creen en las palabras «fe y lucha».
Antes diré que vengo de mi niñez y de los recuerdos. Como un navío lanzado al mar, llegué el 25 de julio de 1972. Un tío paterno sugirió a mi madre nombrarme bajo la tradición del calendario. Ella había elegido llamarme Rigoberto. Es curioso, pues decir mi nombre es Santiago, como el apóstol, cuyo realce está ligado al peregrinaje de los fieles católicos en su nombre. También mi vida es y ha sido un peregrinaje. En mi casa, a la edad de cinco años en compañía de Mercedes Muñoz, mi madre, y mis cuatro hermanos mayores: Ángel, Armando, Raquel y Gladis vivíamos al borde de lo que muchos creerían hoy impensable en El Salvador.
Un huevo tibio lo compartíamos entre seis. Era un buen con qué para devorar una tortilla recién salida del comal. Todos metíamos un palito en el huevo y luego untábamos la tortilla. ¡Suculento bocadillo! Si el huevo faltaba, el azúcar lo sustituía. Las condiciones eran austeras. Otro con qué indiscutible lo brindaban los frijoles. Saboreaba un frijol frito con dos mordidas de tortilla.
Mi mamá en ocasiones compraba media botella de manteca de cuche, un raro aderezo para acompañar la infaltable tortilla. Y cuando esta escaseaba, aún teníamos los bondadosos palos de jocote. Comíamos entonces hojas de jocote con jugo de limón y un poco de sal. Algunas veces nos deleitábamos con unos pollitos, críos de una gallina y un gallo que mamá había comprado en época de bonanzas; aves que a su vez sobrevivían por voluntad de Dios. A Gladis le causa risa recordar que eran raquíticos, y que con uno de ellos engañábamos al hambre por dos días.
El trabajo se realizaba mancomunado. Nos contrataban según la llegada de la temporada para limpiar y abonar las milpas. Mamá recibía 3.50 de colón [unos 0.40 centavos de dólar] por un día de trabajo. Otras labores consistían en colar yuca, destusar y desgranar el maíz.
El mundo para mí era el caserío Los Monjes, y su entorno en el cantón El Corozal, en la rivera del lago Suchitlán de Cuscatlán. Con otros cipotes nos íbamos a cangrejear a unas quebradas. Éramos felices. Cuando llovía buscaba algún juguete en la orilla del lago, supongo que era arrastrado desde San Salvador a través de un riachuelo, que luego se unía al río Acelhuate y este, al río Lempa hasta llegar a mis manos. Como otros niños, y toda la imaginación de esos años de infancia, también una botella vacía, servía como carrito de juguete, igual me divertía poniendo a pelear a los zompopos, sobre todo cuando llegaba mayo que llovían del cielo.
No tengo ninguna fotografía de esos años, y es por una cuestión bien sencilla. Nuestra pobreza no nos permitía inmortalizar rostros, poses y todas esas imágenes de familia que hoy la gente se atiborra con el avance de la tecnología y los celulares. A mis 12 años nunca había visto una fotografía. Ya dije que mi mundo era el caserío Los Monjes. En 1980, conocí una radio y solo apenas dos años antes me había calzado por primera vez.
Sobre mi padre, Ramón Leiva, puedo contar que era un hombre conocido por la gente como don Moncho, a quien la muerte lo sorprendió en un crimen aún no esclarecido, pero ligado a la envidia por unas manzanas de tierra que él había comprado. Eso fue en febrero de 1995, y yo lo había visto por última vez dos meses antes. Su muerte temprano [así lo creo hoy] quebró una relación que me ata solo al mundo de las posibilidades.
Se fue de casa, cuando mamá se embarazó de mí. Es poco lo que compartí con él. Estableció su residencia en Sonsonate, donde formalizó un hogar con una mujer con la que ya había procreado dos hijas y con el tiempo engendró seis más.
A los 11 años, recuerdo haberlo visto y a partir de ahí pasé las siguientes vacaciones de fin de año en Sonsonate, donde lo fui conociendo, mientras era partícipe de las actividades propias de su pequeña parcela de tierra. La empatía con mis hermanas afloró lazos que permiten aún hoy la comunicación con tres de ellas. Es extraño que aunque mi padre no estuvo siempre cerca, lo llegué a querer. La noticia de su asesinato me trajo el llanto de nuevo; llanto sentido solo ante la partida de Ángel.