Lo llamaron por última vez a la dirección del Colegio Santa Cecilia para convencerlo de que ser sacerdote era una gran oportunidad de servirle a Dios, pero su decisión estaba afilada como un bisturí: él sería médico. Decidió servir de otra forma al Señor, no curando almas, sino enfermedades.
La opción por la medicina la descubrió un día cuando se ofreció para ayudar a Eulalio, el enfermero del colegio. Una epidemia de gripe había postrado a varios alumnos. «Ve a la enfermería, ya te dirán qué hacer», fue la orden que le dio el sacerdote al único voluntario de la clase, el joven Roberto Cerritos Henríquez.
Nunca volvió a pensar en nada más que en ser médico. Me contó en una entrevista que le hice en 2018, ya con la ceniza del tiempo en su cabello y una tradicional guayabera celeste, que en una bolsa portaba un bolígrafo y mostraba con orgullo las letras bordadas que revelaban su nombre y su especialidad: Dr. Roberto W. Cerritos, endocrinólogo.
Se graduó de la Universidad de El Salvador de médico general y se especializó en endocrinología en Estados Unidos, donde le insistieron en que se quedara a desarrollar su carrera. Regresó al país para revolucionar el enfoque, el tratamiento y la educación de la diabetes. «La mejor cura es educar, lo demás son cuidados diarios», era su consigna.
Fundó la Asociación Salvadoreña de Diabetes (Asadi), ayudó a construir la Unidad de Endocrinología en el Hospital Nacional Rosales, promovió el uso de la insulina a mediados del siglo pasado y preparó a varios médicos especialistas en endocrinología; algunos han destacado siguiendo sus pasos.
El Dr. Cerritos cumplió más de 50 años de profesión y docencia, pues empezó muy joven a colaborar como docente en la UES, y ha dejado este mundo a los 81 años (falleció el 27 de septiembre de 2023).
Se va con un sueño no realizado, siempre promovió la creación del Instituto Nacional de la Diabetes, pues es una enfermedad que ha aumentado significativamente en las últimas décadas, llegando a afectar a un poco más de un millón y medio de salvadoreños, de los cuales a diario mueren muchos por causas directas e indirectas de esa afección del sistema endocrino.
Con su caminar pausado y con la experiencia ganada a pulso se paseaba por los pasillos del hospital Rosales, que fue su casa mucho tiempo, y últimamente en el hospital Zacamil, siempre rodeado de discípulos a quienes les explicaba los detalles en los que pocos se percatan, las medidas que casi nadie se atreve a tomar y, además, parecía un apóstol de la salud, entregado a causas que ganó muchas veces y otras que perdió, como les suele pasar a los médicos.
Ahora solo quedará su gabacha blanca, su guayabera celeste y el estetoscopio, sus armas contra la enfermedad a la que siempre le amargó la existencia, pues muchos ahora sobrevivirán o sobreviven gracias a los consejos médicos, las medidas y las acciones que alguna vez le consultaron.
Cuando lo conocí llegaba puntual al hospital a impartir conocimientos, a atender a los pacientes internos y ambulatorios, dar una charla sobre la diabetes y tratar a las personas de escasos recursos con problemas de esa «dulce pero amarga enfermedad», le decía yo, y se reía por mi ocurrencia, como un paciente más.
Él aquietaba las almas de estos salvadoreños, algo que nunca quiso hacer desde el púlpito de una iglesia, porque prefirió la gabacha blanca que la sotana de sacerdote, pero lo hizo muy bien desde su labor médica, lo cual, sin duda, también agradó al Señor. No dudo que fue recibido con las palabras «bien hecho, siervo. En lo poco fuiste fiel, en lo mucho te pondré, gózate en la gloria de tu Dios».