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«Alfa y Omega»
Por Gerber Moisés Martínez Rodríguez / DeCuento
Lo que nunca empezó terminó entre finales de enero y los primeros días de febrero. Pero mi mente no era capaz de verlo, ni digerirlo o mucho menos de aceptarlo, y es que aquel comienzo, que nunca tuvo un inicio, llegó a su final de una manera evidentemente prematura.
Pasé todo febrero y marzo intentando aceptar algo que no entendía, llegó abril y aquellas pequeñas esperanzas se esfumaban entre las primeras lluvias del invierno. Pasaban los días y las semanas y el corazón no aceptaba lo que la mente ya sabía. Así transcurrían mis días y así transcurrían mis noches, pero finalmente entre la noche del 7 de mayo y la madrugada del 8 llegaron, aunque si bien fue duro, muy duro, al fin lo que la cabeza sabe llegó al corazón agrietando sus ventrículos y lacerando sus paredes cardíacas causando en mi un dolor sísmico que alteró todo mi ser.
¡Así que sí! Lo que terminó entre los días últimos de enero y los primeros de febrero para mí solo fue una antesala ya que nunca acepté ese final, hasta ahora…
En síntesis, la historia se contaría así: la conocí en diciembre, entre tulipanes y azucenas me enamoré ciega y tontamente de ella, lo que parecía un principio de crepúsculos y amaneceres resultó no ser el inicio, sino el final de un camino que apenas estaba comenzando a conocer.
El invierno a mi vida llegó en pleno verano donde ese ser decidió «ser» lejos de mí y así apagando abruptamente una llama que hace mucho no se encendía en mi interior.
¡No acepté el final como un caballero! ¡No! Más bien fui como un lacayo que intentaba mentirse para evitar la dura y cruda realidad. Así pasaron las semanas y los meses por mi hastío, noches perpetuas e infinitas de soledad, apagando lenta y dolorosamente esa llama del amor quemado que se negaba a morir en mi interior.
Entre valles de espinas y ríos de sangre llegué al omega de la situación, donde mis ojos cansados fueron testigos privilegiados de que hasta la rosa más bella es capaz de mentir, y su voz de sirena es capaz de matar.
Tal vez, nuestra historia fue efímera y duró menos que un ciclo lunar, pero esto pasa cuando enamoras a un poeta, para él un día es una vida; para el poeta, una semana es un mundo y un mes un universo.
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«La Plaga»
Por Carlos Francisco Gálvez / DeCuento
Fue para un verano antes de Semana Santa, quizá a finales del año dos mil, no sé cómo habían llegado, pero una plaga de hormigas empezó a inundar nuestra casa. Mis padres se dieron cuenta mucho antes que yo lo hubiera notado. Al principio parecían inofensivas, solo era una molestia verlas, yo era muy chico para ese entonces, un niño que no sabía de muchas cosas.
Primero fue la comida, desaparecía en las noches, innumerables marchas de hormigas poblaban la alacena de mi madre, yo las veía, me parecía curioso y gracioso, millones de insectos jugando en la cocina, mientras yo, como todo niño, reía ingenuamente.
Después fueron los muebles, algunos cuadros aparecían en los nidos de tierra y hojas que se habían hecho en el jardín, algunos sofás también aparecían, me preguntaba cómo había sido posible que seres tan pequeños tuvieran esa fuerza descomunal para trasladar de la sala al jardín algo grande y pesado.
Pero a mis padres parecía que no les importaba, su atención se fijaba más en las peleas que tenían casi todos los días que en lo que pasaba bajo sus narices. Al único que le importaba lo que sucedía con los bichos era a mí.
Después de la comida, después de los muebles, las hormigas decidieron quitarnos otras cosas, más personales, cada noche que no podía dormir por los gritos de mi madre en la alcoba, me iba al jardín, quería ver las estrellas nadando en la noche. Las hormigas habían sido muy abusivas, se llevaban cada bello recuerdo que teníamos como familia a sus nidos, las notaba sin culpa, sin algún tipo de remordimiento.
Aquella plaga se empezó a llevar el matrimonio de mis padres, cuando yo preguntaba la razón por la que veía a mi papá solo los miércoles y a mi mamá el resto de los días, ellos siempre me respondían sobre las hormigas, que su apetito era tan insaciable que había devorado toda una familia. Aquella plaga se había llevado todo, incluso a mí, solo los restos de una lágrima que he querido olvidar no pudieron llevarse de aquella casa.
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«Para cuando quieras»
Por Grace Montoya / DePoesía
Para cuando la tormenta azote con fuerza,
prometo ser el cimiento que te mantenga de pie.
Para cuando la oscuridad y el miedo se apodere de ti,
prometo ser la luz que alumbre tu vida.
Para cuando la tristeza quiera adueñarse de tu día,
prometo ser tu alegría andante que despierte en ti esperanza.
Para cuando la desdicha te haga flaquear,
prometo ser la mano que te levante primero.
Para cuando sientas que ya no puedes volar,
prometo ser tus alas y llevarte aún más alto.
Para cuando quieras,
prometo solemnemente estar para ti.
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«Con esta patria entre mis brazos»
Por Fredy Ramón Pacheco / DePoesía
Saludo a mi patria
El Salvador,
con el corazón en la mano,
vista al frente,
firme,
saludando a mis hermanos.
Llenó mi vida de amor
entregado al sueño de hacerla siempre
digna y merecedora de mi pasión por ella.
Amante de la paz y la pureza
del honor y la libertad eterna.
El Salvador, una luz que ilumina mi alma,
el hogar infinito para mis sentimientos,
la razón inminente para el deber cumplido,
la dicha de ser un soldado guardián,
de su bondad y su grandeza.
Con el alma de la poesía universal
contemplando mis versos
que la recitarán siempre,
desde el amanecer amando sus volcanes
hasta la muerte enterrados mis huesos
en el plenilunio de una noche de enero.
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«El arte de amar»
Por Isiliz Marín Martínez / DePoesía
Un acto complejo y bello es el arte de amar, pues a través del cristal de la mirada, aunque se odie también se ama.
Hay una rama seca que se cree verde tras los barrotes, y entre rejas recuerda la sonrisa inocente que le di cuando apenas un botón empezando a reventar. No conocía la hipocresía ni la manipulación, más por medio de ti las conocí y su amiga me rehusé a ser.
Fácil se te hizo deslizar tus manos sucias con un recorrido amplio de niñas que hiciste mujeres, y que a madurar aprendieron antes de su tiempo de florecer sobre mi cuerpo puro y limpio.
El arte de amar yo me lo impuse tras largas noches sin dormir, y con sábanas mojadas por el rocío de mis dos luceros que tú con odio quisiste apagar. El arte de amar es para todos y de todos por más odio que hayan sembrado en el corazón de un retoño, el arte de amar siempre estará presente en cada latido del corazón.
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«¡OH POESÍA INSERVIBLE!»
Por Fredy Ramón Pacheco/ DePoesía
Cuando la poesía no hiere, no perturba la razón, como la poesía aséptica de ese insignificante nombre del común de los hombres que «pasaron por la vida como viajeros que van en posta», están admirando entonces un paisaje desierto.
Si leemos una receta de cocina o las letanías o los chascarrillos de cualquiera sobre la necesidad neurótica de babosear el sexo con palabras ágrafas, discordantes y monotemáticas de senil impotencia, estamos frente a un paisaje verdoso, excremental y ocre, pero no presenciamos la magia del verso.
Cuando la poesía no es terrorista y no socava las cavidades que deja el disparo, buscando los gusanos del criminal de guerra, para asesinarlos, no vaya a ser que prolifere de nuevo una generación de gusanos oficialistas, entonces estamos ante un paisaje de hominicacos blandos y conformistas, pero no ante un poema.
Cuando la poesía no llega a las entrañas de lo amado y no desordena los esquemas de la vida, estamos en un quirófano escuchando idiotizados «los latidos del pájaro», mientras al corazón abierto le instalan un marcapasos. Porque hace tiempo que el poeta Barnard descubrió al farsante recitando: «Sístole, diástole, sístole, diástole», los únicos y monótonos fonemas de esa engreída víscera hasta que el bisturí calló para siempre el refugio de los poetas almibarados.
El poeta, entonces, tiene el mandato de la Divina Providencia del averno, de arrancarse la piel y alimentar a los cerdos antes de declamar un verso. Violar la palabra sacralizada de los gorilas que masacran pueblos y escupirle palabras en lenguaje exacto y concreto. Ese lenguaje subjetivo y utópico, excelso y eterno, en el que solo respiran los cadáveres condenados al infierno. Este hábitat de malditos irredentos, tercos poetas que jamás contaminan de vanidad su cerebro.